martes, 19 de diciembre de 2017

DENTRO DE LA CASA BLANCA DE TRUMP


Tuitea desde la cama, toma mucha Coca Cola de dieta y pasa horas frente a la televisión: el día a día del presidente estadounidense a casi un año de haber tomado posesión, según personas al tanto de sus actividades diarias.

WASHINGTON – Alrededor de las 5:30 todas las mañanas, el presidente estadounidense Donald Trump se despierta y enciende la televisión en el dormitorio principal de la Casa Blanca. Sintoniza CNN para ver noticias, luego cambia al programa Fox & Friends en busca de ideas para mensajes y un tono amigable a su presidencia y, en ocasiones, mira también Morning Joe en MSNBC porque –según sospechan sus amigos– el tono contrario lo enardece para echar a andar su día.

Lleno de energía o furia —a menudo una mezcolanza de ambas— Trump toma su iPhone. A veces tuitea recargado en sus cojines, según sus ayudantes. Otras veces lo hace desde la sala contigua, mientras mira otra televisión. Con menos frecuencia, camina por el pasillo hasta la Sala de los Tratados (que funge como el estudio de los presidentes) en el Ala Oeste –en ocasiones lo hace ya vestido para el resto del día y otras, aún en su ropa de dormir–, y ahí comienza a hacer sus llamadas oficiales y no oficiales.

Conforme se acerca a cumplir su primer año en el cargo, Trump está cambiando la definición de lo que significa ser presidente de Estados Unidos. Ve el más alto puesto de la nación de la misma forma en que lo hizo la noche de su sorpresiva victoria sobre Hillary Clinton: como un trofeo que debe luchar por proteger a cada momento, con Twitter como su Excalibur. A pesar de toda su fanfarronería, se considera menos un titán en dominio de la arena mundial que un intruso difamado que ha entablado una lucha para ser tomado en serio, de acuerdo con entrevistas a sesenta consejeros, asociados, amigos y miembros del congreso.

Para la mayoría de los presidentes, cada día es una prueba sobre cómo dirigir un país –no solo a una facción– encontrando cómo equilibrar intereses encontrados. Para Trump, cada día es una batalla, hora por hora, por su autoconservación. Sigue discutiendo sobre las elecciones del año pasado, convencido de que la investigación sobre injerencia rusa en los comicios dirigida por Robert Mueller, el fiscal especial, es un plan para quitarle legitimidad. En la Casa Blanca fueron colgados mapas codificados por color que destacan los condados que ganó.



Un amanecer desde el pórtico sur de la Casa Blanca Credit Tom Brenner/The New York Times

Antes de asumir el cargo, Trump les dijo a sus principales ayudantes que consideraran cada día en la presidencia como un episodio de un programa de televisión en el que derrota a sus rivales. La gente cercana a él calcula que Trump pasa por lo menos cuatro horas al día, y a veces hasta el doble de eso, apostado frente a una televisión, la cual a veces ve sin el sonido, sumergido en las guerras entre los diferentes noticieros de canales de cable con ansias de contraatacar.

“Siente que hay un esfuerzo por minar el hecho de que que haya sido electo y que los alegatos de una colusión son infundados”, dijo el senador republicano de Carolina del Sur Lindsey Graham, quien ha pasado más tiempo con el presidente que la mayoría de los legisladores. “Cree apasionadamente que la izquierda liberal y los medios están enfocados en destruirlo”.

“La manera en que llegó aquí fue contraatacando y regresando el golpe”, añadió Graham. “El problema que enfrentará es que hay una diferencia entre estar en campaña para el cargo y ser presidente. Hay que encontrar el punto medio entre ser luchador y ser presidente”.

Trump razona que su enfoque lo llevó a la Casa Blanca y, por lo tanto, debe ser el correcto.

Mientras que su base política, que se siente enajenada por el sistema, cree que su tono es refrescante, el enfoque sin inhibiciones de Trump les parece errático a muchos veteranos de ambos partidos, en la capital y en otros lugares. Algunos políticos y expertos se lamentan que haya tanta inestabilidad y, aun sin ser médicos, no tienen reparos en diagnosticarle públicamente diversos padecimientos mentales.

Trump razona que su enfoque lo llevó a la Casa Blanca y, por lo tanto, debe ser el correcto. Es menos popular que cualquiera de sus predecesores modernos en este momento de su mandato —solo el 32 por ciento aprueba su gestión según la más reciente encuesta realizada por el Pew Research Center—, pero domina el panorama como ningún otro.

Después de meses de fracasos legislativos, Trump está a punto de vencer finalmente en sus esfuerzos por recortar los impuestos y revertir parte de Obamacare, el programa de atención médica de su predecesor. Aunque muchas de sus promesas no se han concretado, ha tenido avances importantes en su meta de echar para atrás regulaciones comerciales y ambientales. La economía creciente que heredó sigue mejorando y los mercados de valores han alcanzado alturas récord. Su prohibición parcial de viajes en países de mayoría musulmana finalmente entró en vigor después de múltiples luchas en la corte.

Jared Kushner, su yerno y asesor sénior, les ha dicho a sus asociados que Trump, muy acostumbrado a sus maneras a sus 71 años, nunca cambiará. Más bien, predijo, Trump modificará, y quizá ajustará, el cargo según su voluntad.

Eso ha resultado ser cierto, a medias. Podría decirse que, hasta ahora en su batalla contra la presidencia, Trump va empatado.

‘TIEMPO PARA PENSAR’

Cuando John F. Kelly, un general de cuatro estrellas retirado, estuvo al mando de los marines que irrumpieron en Irak en 2001, mantuvo a su columna avanzando a pesar del fuego contra ellos. Como jefe de personal de la Casa Blanca, Kelly ha adoptado un enfoque muy parecido; trabaja catorce horas al día para imponer la disciplina en operaciones de otro modo caóticas, con resultados mixtos.

En los meses previos a que Kelly asumiera el mando en el verano, en sustitución de su sitiado antecesor, Reince Priebus, en la Oficina Oval reinaba una sensación de desorden de hora pico, con un flujo constante de ayudantes y visitantes que llegaban a ofrecer consejos o solo a entrometerse. Durante un encuentro en abril con reporteros de The New York Times, entraron y salieron no menos de veinte personas, incluyendo a Priebus, quien pasó con el vicepresidente Mike Pence. Ahora la puerta de la Oficina Oval permanece casi siempre cerrada.



John F. Kelly, jefe del personal de la Casa Blanca, en ocasiones trabaja catorce horas al día. Credit Tom Brenner/The New York Times

Kelly intenta, de manera sigilosa, reducir la cantidad de tiempo libre que el presidente tiene para escribir tuits enardecidos, al adelantar el comienzo de su día laboral. Priebus intentó lo mismo al animar a Trump a que llegara a las 9:00 o 9:30, aunque no con mucho éxito.

También ha aumentado la cantidad de reuniones realizadas en la Casa Blanca. Además de Kelly y Kushner, a menudo incluyen al teniente general H. R. McMaster, asesor de seguridad nacional; a Ivanka Trump, la hija del presidente y asesora sénior; a Hope Hicks, directora de comunicaciones; a Robert Porter, secretario de colaboradores, y a Kellyanne Conway, asesora del presidente.

Trump, quien disfrutaba del control absoluto de su imperio de negocios, ha hecho concesiones importantes después de tratar de gestionar ambas cosas durante sus primeros meses en el cargo. Personas cercanas a Trump dicen que, aunque le molestan los límites que le impone, el presidente también busca ansioso la aprobación de Kelly, a quien sí ve como un igual.

John Kelly intenta, de manera sigilosa, reducir la cantidad de tiempo libre que el presidente tiene para escribir tuits enardecidos.

Le llama a Kelly hasta doce veces al día, incluso cuatro o cinco durante la cena o cuando sale a jugar golf, para preguntar sobre sus horarios o buscar consejos sobre políticas, según gente que ha hablado con el presidente, quien sugirió que ese sistema le da “tiempo para pensar”. Los ayudantes de la Casa Blanca negaron que Trump busque la bendición de Kelly, pero confirmaron que lo considera un confidente clave y un consejero sabio. Kelly también ha adoptado algunos de los agravios favoritos de Trump; le dijo hace poco al presidente que está de acuerdo con sus declaraciones de que algunos reporteros únicamente están interesados en desmantelar el gobierno.

A veces, Trump ha podido evadir los controles de Kelly. El Día de Acción de Gracias, en su residencia de Mar-a-Lago, el presidente convivió con otros miembros del club que no son funcionarios, como lo hacía antes de ser electo. Algunos le mostraron clips noticiosos que jamás habrían pasado por los filtros de Kelly. También les marcó por teléfono a viejos amigos, quienes lo actualizaron sobre cómo ven la investigación sobre la injerencia de Rusia. Regresó a Washington sintiéndose avivado.

Kelly le ha dicho a la gente que tratará de controlar solo aquello que está en sus manos. Ha aprendido que hay mucho que no lo está.



Trump, según los entrevistados, pasa hasta cuatro horas al día, y a veces más, viendo la televisión. Credit Tom Brenner/The New York Times

‘NO VEO TANTA TELE’

Muchas personas en Washington, y afuera de ese centro de poder, parecen estar convencidas de que hay una estrategia detrás de las acciones que toma Trump. Pero, en realidad, raramente hay un plan más allá de la autodefensa, la obsesión y lo impulsivo.

En ocasiones el presidente busca respaldo antes de darle publicar a algún tuit. En junio, según un asesor, llamó emocionado a algunos amigos para decirles que tenía el tuit perfecto para “neutralizar” la investigación especial de Mueller: la iba a llamar una cacería de brujas. Los amigos no quedaron muy impresionados.

Ha cedido ante el consejo de sus abogados para no atacar directamente a Mueller, aunque a veces le ganan sus instintos.

Trump consigue las municiones para su guerra en Twitter por medio de la televisión.

Cuando su exasesor de seguridad nacional, Michael Flynn, se declaró culpable el viernes 1 de diciembre, Trump primero permaneció tranquilo. A la mañana siguiente, cuando visitó Manhattan para una recaudación de fondos, se sentía optimista. Habló sobre su elección y el “gran perdedor” del senado que había dicho que su reforma hacendaria aumentaría el déficit (quizá refiriéndose al senador republicano de Tennessee Bob Corker).

Para el domingo en la mañana, debido a que los noticieros no dejaban de discutir el caso de Flynn, el presidente se enojó y lanzó una serie de tuits en los que cargaba contra Clinton y el FBI… tuits que varios consejeros le dijeron que eran problemáticos y debían parar, según una persona al tanto de la discusión.

A veces, si los mensajes controvertidos ya fueron publicados, los consejeros de Trump deciden no mencionárselos. Uno de ellos dijo que los asesores del presidente necesitan mantenerse positivos y buscar los aspectos rescatables donde puedan encontrarlos y que el equipo del Ala Oeste a veces decide no dejar que los tuits dominen su día.



Poco después de haber tomado posesión, en enero, Trump le pidió a los medios de comunicación que regresaran a una reunión en el cuarto Roosevelt después de que un sindicalista lo enalteció. Credit Doug Mills/The New York Times

Trump consigue las municiones para su guerra en Twitter por medio de la televisión. Nadie toca el control remoto excepto Trump o el personal de apoyo técnico; por lo menos, esa es la regla. Puede que durante las juntas la pantalla de 60 pulgadas colgada en el comedor esté sin volumen, pero Trump voltea a ver los encabezados que van pasando. Si se pierde de algo lo revisa más tarde en lo que llama su “super-TiVo”, un sistema de vanguardia que graba las noticias por cable.

Mientras mira la televisión por cable, comparte lo que piensa con cualquiera que esté en la misma habitación, incluso el personal de limpieza y ayuda de la Casa Blanca, a quienes llama con un botón para que le lleven el almuerzo o una lata de Coca de dieta (diario bebe alrededor de doce).

Pero también le molesta que se piense que se la vive pegado al televisor, una imagen que refuerza la crítica de que no se toma en serio su cargo. Antes de un viaje de Estado a Asia, a principios de noviembre, el Times le envió una lista de 51 preguntas para verificar los datos para este artículo al presidente, incluida una sobre sus hábitos de ver televisión. En vez de contestar por medio de un consejero, hizo declaraciones al respecto a bordo del Air Force One camino a Vietnam a reporteros confundidos sobre por qué era pertinente.

“No veo mucha televisión”, insistió. “Ya sé que les gusta decir —a personas que no me conocen— que veo la televisión. Gente con fuentes falsas —ya saben: reporteros falsos; fuentes falsas—. Pero no veo tanta tele, sobre todo por los documentos. Estoy leyendo muchos documentos”.

Luego, se quejó de que estuvo obligado a ver CNN en las Filipinas porque no había nada más disponible.


Veteranos de Washington, tanto demócratas como republicanos, han criticado el enfoque de Trump como errático. Credit Tom Brenner/The New York Times

‘¿NO LES DA GUSTO QUE NO BEBA?’

A Trump, quizá el ser humano del que más se ha hablado últimamente en todo el mundo, le fascina ver su nombre en los titulares. Y tiene la intención de asegurarse de que constantemente aparezca ahí.

“El puesto lo ha cambiado un poco y él ha cambiado el cargo. Su tiempo como presidente ha revelado a otras partes de él”.

KELLYANNE CONWAY, ASESORA EN LA CASA BLANCA
Sin embargo, la imagen de Trump como alguien que siempre está enfurecido y a punto de tuitearlo no deja entrever una complejidad más profunda, de un hombre que se mueve en ciclos. Diversos asesores dijeron que el presidente puede insultarlos por una transgresión menor —como llevar a un asesor desconocido ante su presencia sin avisar— para luego charlar amablemente con esa misma persona minutos después.

“Está muy consciente de que solo es la persona número 45 en ese cargo”, dijo Conway. “El puesto lo ha cambiado un poco y él ha cambiado el cargo. Su tiempo como presidente ha revelado otras partes de él, más afables y accesibles, que posiblemente quedaron ocultas durante las rudas y agresivas primarias”.

Pocos pueden ver esas partes. En momentos privados con familias de oficiales en el Despacho Oval, el presidente habla con los niños en un tono más suave que el que usa en público y pidió específicamente que los hijos de quienes pertenecen a la prensa que cubre la Casa Blanca fueran invitados a pasar en su visita en Halloween. No obstante, no promueve mucho ese lado suyo porque, según amigos suyos, cree que rompe con su imagen de alguien fuerte.

Trump deja caer su máscara de invencibilidad irreflexiva solo en ocasiones. Durante una junta con senadores republicanos, discutió en términos emotivos la crisis de abuso de opiáceos y los peligros de la adicción, al relatar la lucha de su hermano con el alcoholismo.

De acuerdo con un senador y un asesor, el presidente después volteó a ver a todos en la sala y les preguntó con aire atrevido: “¿No les da gusto que yo no beba?”.



Entre semana Trump acostumbra comer en la Casa Blanca, donde disfruta de carne bien cocida y come mucho helado para el postre. Credit Tom Brenner/The New York Times

Parte del difícil ajuste de Trump a la presidencia, de acuerdo con personas cercanas a él, se debe a que tenía expectativas poco realistas sobre el poder que tendría; pensó que sería más similar a la percepción popular del cargo como uno de dictámenes imperiales y no tanto sobre tener que coexistir con las otras dos ramas del gobierno. Sin embargo, los asesores dicen que ha aprendido poco a poco que así no funcionan las cosas.

Y aunque Trump no es un experto en políticas —“nadie sabía que la atención médica pudiera ser tan complicada”, dijo en determinado momento—, se ha mostrado más cómodo con los detalles de su legislación para recortar impuestos. Además, sus ayudantes dicen que ahora pone más atención durante los informes diarios de inteligencia gracias a las presentaciones concisas de Mike Pompeo, el director de la CIA, y que muestra una preocupación más profunda sobre la situación de Corea del Norte de la que sugieren sus tuits algo despreocupados y beligerantes al respecto.

“Al inicio había esta idea de que era un impostor, que quizá solo tenía él en su mente”, dijo la demócrata por California Nancy Pelosi, la líder de la minoría en la Cámara de Representantes y quien ha tratado de forjar una relación laboral con el presidente.

“Ahora ya superó eso”, dijo. “El principal problema, lo que la gente debe entender, es que no tenía preparación alguna para esto. Sería como si tú o yo entráramos a una sala y nos pidieran llevar a cabo una cirugía de cerebro. Cuando tu carencia de conocimientos es así de enorme, puede ser desconcertante”.

Lindsay Graham, antes un feroz crítico y ahora cada vez más un aliado, dijo que Trump está adaptándose. “Puedes esperar que todos los presidentes cambien porque el cargo lo requiere”, afirmó. “Empieza a aprender el ritmo de cómo funciona la capital”. Sin embargo, Graham añadió que la presidencia de Trump aún es “un trabajo en proceso”. En este momento, señaló, “todo es posible, desde un desastre completo hasta un éxito”.



Keith Schiller, quien trabajaba con Trump desde hace mucho tiempo, dejó su cargo como encargado de operaciones en septiembre tras compartirle al presidente noticias que no recibieron el visto bueno previo de John Kelly. Credit Al Drago for The New York Times

‘TE DESGASTA’

En casi todas las entrevistas con quienes trabajan con Trump, estos cuestionaron su capacidad y voluntad de distinguir la información incorrecta de la verdad.

Monitorear su consumo de información —para contrastarla con lo que Kelly llama la “basura” que le hacen llegar los externos— sigue siendo una prioridad para el jefe de personal y el equipo que ha armado el mismo Trump. Incluso después de un año de informes oficiales y acceso a las mejores mentes del gobierno federal, Trump es escéptico de cualquier cosa que no provenga de su burbuja interna.

“No es alguien que lea grandes volúmenes de libros o informes”.

STEVE MNUCHIN, SECRETARIO DEL TESORO

Algunos asesores, como el secretario del Tesoro, Steven Mnuchin, consideran que esto es básicamente algo bueno. “Veo muchas similitudes entre la manera en que llevó adelante la campaña y la manera en que es como presidente”, dijo Mnuchin. “Realmente ama los informes orales. No es alguien que lea grandes volúmenes de libros o informes”.

Otros asesores se quejan de su tenue comprensión de los hechos, del poco tiempo en el que pueden mantener su atención y del que es propenso a creerse teorías conspiratorias.

Trump es un ávido lector de periódicos, sobre los cuales hace comentarios con marcador negro, pero el exasesor Stephen Bannon les ha dicho a sus aliados que Trump solo “lee para reforzar”. La insistencia de Trump en definir su propia realidad —sus reiteradas declaraciones, por ejemplo, de que en realidad ganó el voto popular— no ha cambiado y quienes trabajan para él están cada vez más anestesiados, dijo Tony Schwartz, el escritor fantasma de su libro The Art of the Deal.

“Te desgasta”, dijo Schwartz.



Trump se ha mostrado cada vez más preocupado sobre el efecto que podría tener en asesores y familiares suyos la investigación especial sobre la participación rusa en las elecciones de EE. UU. Credit Doug Mills/The New York Times

‘PUEDO INVITAR A QUIEN QUIERA’

Trump busca relajarse los fines de semana en el campo de golf. Sin embargo, entre semana su principal forma de alivio es su cena nocturna en la residencia de la Casa Blanca.

“Puedo invitar a cenar a quien quiera ¡y vienen!”, le presumió Trump a un viejo amigo cuando asumió el cargo.

Trump, quien ha pasado buena parte de su vida como un hotelero, le encanta dar tours de la Casa Blanca. Tiene una afinidad algo extraña por presumir los baños, incluido uno que renovó cerca del Despacho Oval, y después de la cena le gusta llevar a sus visitas a la habitación Lincoln –la residencia ejecutiva– o al balcón de Truman –ubicado en el segundo piso con vista hacia el jardín sur– para los paisajes como de postal de la ciudad a la que ha cimbrado.

Tiene una afinidad algo extraña por presumir los baños, incluido uno que renovó cerca del Despacho Oval.

Incluso cuando Trump está de buen humor, flotan por encima de la mesa señales de ansiedad, como el humo sobre una taza de té. En septiembre se reunió con líderes de la Iglesia evangélica para asegurarles que aún defendería la agenda que promueven a pesar de tener coqueteos con legisladores demócratas que están a favor de temas como el matrimonio igualitario y el derecho a interrumpir un embarazo. “Los cristianos saben todo lo que estoy haciendo por ellos, ¿cierto?”, les preguntó, de acuerdo con tres asistentes.

Cuando se van los invitados, saca el control remoto o sostiene llamadas con personas cercanas que han sido despedidas de la Casa Blanca, como Corey Lewandoski o Bannon, en las que despotrica sobre Hillary Clinton, Barack Obama, las “noticias falsas” o su desencanto con el fiscal general Jeff Sessions.

Aunque los amigos de Trump dicen que han notado un cambio de tono en las últimas semanas, al reconocer que varios asesores e incluso su propia familia podrían terminar inmiscuidos y afectados por la investigación de Mueller. Ha adoptado una actitud sorprendentemente fatalista, según varias personas con las que habla regularmente.

“Así es la vida”, dijo sobre la investigación.

De ahí se va a acostar, normalmente para dormir cinco o seis horas. Luego la televisión comenzará a hacer escándalo de nuevo, tomará su iPhone y la batalla comenzará de nueva cuenta.

Matt Apuzzo también colaboró con este reportaje. Glenn Thrush lo hizo antes de ser suspendido, mientras están pendientes los resultados de una investigación interna por acusaciones de conducta sexual indebida.


(THE NEW YORK TIME EN ESPAÑOL/ MAGGIE HABERMAN , GLENN THRUSH Y PETER BAKER/  11 DE DICIEMBRE DE 2017)

SAN CARLOS, EL PUEBLO COLOMBIANO DONDE CONVIVEN LOS ENEMIGOS


A 100 kilómetros de Medellín está uno de los municipios más afectados por el enfrentamiento entre la guerrilla y los paramilitares. Entre 1998 y 2005, el 70 por ciento de sus habitantes huyó. Después de años de masacres y desapariciones, los sancarlitanos se enfrentan hoy a la reconciliación en tiempos de paz.

SAN CARLOS, Colombia — Antes de terminar su café, Ángela Moreno, una activista mulata de 44 años, bajó la cabeza y susurró: “Ese es el hombre que mató a mi hermano”.

Había lanzado una mirada furtiva a un hombre mayor que ella que caminaba cerca de la plaza de San Carlos, un municipio de 16.000 habitantes a unos 100 kilómetros de Medellín en el que los dos habían crecido y conocido la guerra.

Cuando el presunto asesino de su hermano se alejaba, Ángela, que ayuda a sus paisanos a convivir después de la guerra, se retorció en su silla y dijo: “Puede que algún día hable con él, pero a estas alturas del conflicto no creo que los grupos armados sean los únicos actores. El solo hecho de permitir que pasara lo que pasó nos hace actores del conflicto a todos, todos, todos”.

Era un viernes de agosto y los habitantes de las veredas llenaban la plaza para comprar víveres donde hasta hace una década había vacío: el 70 por ciento de los sancarlitanos había huido del terror de los grupos guerrilleros y los paramilitares.

La noche anterior, Ángela estaba sentada en otra terraza de la plaza cuando un exparamilitar se acercó para contarle quién había matado a su hermano Nodier Moreno —el tercero de los cuatro hermanos que le quitó la guerra—, hacía dieciséis años: le dijo que a Nodier le habían disparado después de raparle la cabeza porque no aceptó la oferta forzosa de reclutamiento de los paramilitares. Y que quien lo mató fue ese vecino que ella conocía desde niña.

Hace más de una década que la guerra en San Carlos no se ve pero se recuerda. O, en algunos casos, se evita recordar. Los sancarlitanos han desarrollado dos memorias: la de la vida tranquila de un pueblo en el oriente del departamento de Antioquia y la de tres décadas de guerra.

Entre 1998 y 2005, en los años más duros del conflicto en San Carlos, cerca de 18.000 personas abandonaron el municipio, convirtiendo a la región en una de las cinco con mayor número de desplazados en Colombia.

Hoy, por su plaza de baldosas color ladrillo cruza gente de maneras sencillas y traumas complejos: Betty Loaiza, una profesora rural que se comió una hoja de un cuaderno con una lista llena de nombres delante del comandante paramilitar que había dado la orden de matarla; Judith Flores, que buscaba cadáveres con un grupo de mujeres porque si lo hacían los hombres los mataban;  don Adolfo Urrea, un anciano que perdió un brazo por la explosión de un coche bomba de la guerrilla; Carlos Andrés Pérez, un exparamilitar que se desmovilizó en 2005 y ahora trabaja en el único billar del pueblo.



Un grupo de agricultores veteranos conversa en la plaza de San Carlos, en agosto de 2017. Credit Federico Rios Escobar para The New York Times

A unas cuadras de la plaza, en una casa colonial, vive Herminia Castaño, una mujer que entre 1998 y 2005 compró en secreto decenas de periódicos cuando no se vendía prensa en el pueblo —porque los diarios no llegaban o porque los quemaban al llegar— porque tenía miedo de que nadie se acordara de los 1250 homicidios, las 327 víctimas por minas antipersona, las 210 desapariciones forzadas, las 12 víctimas de violencia sexual y las 33 masacres que, según el Centro de Acercamiento, Reconciliación y Reparación (CARE) del municipio, se produjeron en los años en los que San Carlos se convirtió casi en un pueblo fantasma.

Ahora, víctimas y asesinos toman café y comentan los chismes del pueblo mientras construyen la paz y lidian con su guerra interna.

‘¿USTED POR QUÉ ME VA A MATAR?’

El padre de Ángela Moreno tuvo once hijos y dos de ellos nacieron el mismo día en la casa familiar: uno era hijo de su esposa, otro de su cuñada. Su suegra atendió los dos partos. Con el tiempo, uno se hizo conductor de autobús y resultó herido en un atentado de un grupo guerrillero; el otro, Gildardo, el hijo de la cuñada, sería el primero de la familia en morir asesinado.

Pero hasta los años setenta, para los hermanos la guerra solo era una historia que contaba la abuela sobre La Violencia, la lucha entre conservadores y liberales que en décadas anteriores había dejado unos 200.000 muertos en Colombia.

Ángela Moreno recuerda que fue después de la muerte de su padre, cuando ella todavía era una niña y ya se encargaba de muchos quehaceres de la casa, que empezó a escuchar historias presentes de violencia. Una gran hidroeléctrica había llegado al municipio y tres de sus hermanos empezaron a trabajar para la empresa, que se convirtió en la principal fuente de trabajo.



Un altar en una de las casas abandonadas durante la guerra en la zona rural de San Carlos Credit Federico Rios Escobar para The New York Times

Los sacerdotes advertían a los fieles que tenían que cuidar el pueblo, porque la vida sencilla de San Carlos en la que los niños chapoteaban en los charcos y jugaban con cartones en los montes ajenos al peligro, se iba a acabar. Llegaron los trabajadores extranjeros. Llegó el dinero. Y llegaron los grupos armados: primero el ELN, la década siguiente las FARC y, desde los años noventa, los grupos paramilitares.

Muchos sancarlitanos denuncian que, a medida que la violencia iba asfixiando al municipio, el ejército pasó del abuso de poder al asesinato de civiles que hacían pasar por guerrilleros y, después, a la connivencia con los paramilitares.

“Al principio la guerrilla era sana, nunca pensamos que íbamos a llegar a esto”, dice Ángela Moreno. “Pero nos equivocamos. Después pensaba: ‘Mi familia no ha hecho nada malo, ¿por qué nos iban a hacer algo?’. Y, otra vez, nos equivocamos demasiado”.

Una noche de 1991, cuando la familia velaba a la abuela en la casa, Ángela escuchó un grito: “¡Gildardo!”. Era de madrugada y todos los asistentes al velorio salieron a la calle, donde encontraron el cadáver de su hermanastro. Una cuadrilla del MAS (Muerte a Secuestradores), un grupo paramilitar creado con el dinero del Cartel de Medellín, había llegado a la ciudad. Le preguntaron a Gildardo Moreno por el paradero de un guerrillero. “¿Yo qué hijueputas voy a saber?”, respondió. Le pegaron un tiro. El cuerpo quedó en la calle hasta el amanecer y la familia volvió a velar a la abuela.

“Al principio la guerrilla era sana, nunca pensamos que íbamos a llegar a esto, pero nos equivocamos. Después pensaba: ‘Mi familia no ha hecho nada malo, ¿por qué nos iban a hacer algo?’ Y, otra vez, nos equivocamos demasiado”.

ÁNGELA MORENO

Los grupos paramilitares no tomarían el control del pueblo hasta unos años más tarde, pero la violencia ya se engendraba en el monte. Ángela Escudero, una mujer rolliza que ha enterrado a su marido y a uno de sus hijos, contó cómo las FARC y el ELN llevaban décadas instalados cerca de Dos Quebradas, una de las 76 veredas del municipio de San Carlos. En los noventa empezaron los asesinatos selectivos.

“En diez años mataron a siete personas”, dijo Escudero. “Por sospechas, vicios o chismes de vecinos”. La guerra también se utilizaba para resolver problemas personales. A uno lo acusaban de guerrillero y los paramilitares lo desaparecían. También ocurría en el otro sentido. Dar un vaso de agua a un enemigo en un territorio controlado podía causar la muerte.

En Dos Quebradas, una finca comunitaria que dependía de su ganado, esto comenzó el 31 de octubre de 2001 cuando la guerrilla les robó entre ochenta y cien vacas. “Sobrevivimos de milagro”, comentó Escudero. La comunidad, en aquel entonces de unas cincuenta familias, empezó a sembrar plátano, yuca y café para mantenerse. “Cuando las autodefensas llegaron a San Carlos, la guerrilla nos amenazó y nos prohibió llevar productos allá porque era ir a alimentar a los contrarios. Nosotros no entendíamos de esa guerra. Solo entendíamos de trabajar”.

En 2002, la guerrilla mató a su esposo por ser el líder de la comunidad.

En las veredas contiguas se escuchaba de masacres y las Autodefensas Unidas de Colombia empezaban a incursionar en la zona y pintaban las paredes con sus siglas. “Nosotros borrábamos todas las letras, tanto de las guerrillas como de los paramilitares. Era una manera de decir ‘No estamos con nadie’”, dijo Escudero.

Ella llevaba productos al pueblo a pesar de la prohibición. Algunas familias aprovechaban la noche para escapar. Unas treinta veredas del municipio de San Carlos quedaron abandonadas y en otras veinte solo quedaron un puñado de personas. Todavía es común ver las casas vacías de los que nunca regresaron.



Una de las casas abandonadas en la zona de San Carlos. Durante los años más duros de la guerra, miles de habitantes se fueron para huir del horror y nunca regresaron. Credit Federico Rios Escobar para The New York Times

El 16 de enero de 2003, Escudero fue a San Carlos para matricular a uno de sus hijos en un hogar juvenil porque en las veredas muchos jóvenes eran reclutados por las FARC. Cuando llegó al pueblo se encontró con decenas de hombres camuflados. Entró a su casa y se sentó en la cama con su otro hijo de 10 años desde donde escuchaba las ráfagas de las metralletas. Ese día mataron a casi todos los hombres y a cinco mujeres. En las veredas contiguas, Dinamarca y la Tupida, también hubo masacres.

Entre los muertos estaba su hijo de 17 años: “Él se fue a otra vereda a una oración. Se quedó con unos amiguitos ahí compartiendo cuando llegó la guerrilla y masacró a los niños”, cuenta Escudero. Aquella noche, los habitantes de Dos Quebradas se fueron. “¿Qué íbamos a hacer con una serie de muertes, con tantas amenazas? Entonces dijimos: ‘Organicémonos y vámonos todos a San Carlos a ver qué hacen con nosotros’”.

En San Carlos, los paramilitares ya controlaban el pueblo. Betty Loaiza, una maestra rural, recordaba la primera incursión del grupo paramilitar Bloque Metro en 1998: “Entraron armados y uniformados. Si tocaban la puerta y alguien salía, se lo llevaban para el coliseo, ahí empezaron a clasificar gente para matarla”.

Esa vez las autodefensas reunieron a unos mil hombres. Tenían listas con nombres y le pedían a cada uno su cédula para confirmar si había que matarlo o no. El mismo día, a unos pocos kilómetros allí, en la vereda La Holanda, asesinaron a trece personas y quince más desaparecieron. Fue el comienzo del terror sistemático con el que operaron los paramilitares.

A partir de ahí, las llamadas “rutas del terror” —recorridos en los que los paramilitares dejaban una estela de muerte por las veredas—, las listas y las masacres públicas se hicieron comunes en el pueblo. Los asesinos dejaban los cuerpos en las calles o en medio del monte.

“Llegó un momento tan horrible que los hombres no podían ni recoger los cuerpos porque también los mataban, entonces se formó un grupo de mujeres voluntarias que se encargaba de enterrar a los muertos”, dijo Judith Flores, que fue una de las llamadas Damas de Negro. “A nosotras no nos tiraban”.



Judith Flores fue una de las llamadas Damas de Negro: un grupo de mujeres voluntarias que se encargaba de enterrar a los muertos, ya que los hombres no podían recoger los cuerpos porque también los mataban. Credit Federico Rios Escobar para The New York Times

La cercanía con la muerte también se convierte en hábito. Antes de pagar la factura de la luz cerca de la plaza, Flores contó que las FARC le asesinaron a su primer marido y los paramilitares al segundo: “Con ese me hicieron un favor… porque vivíamos muy mal”.

Los que se quedaron en San Carlos durante esos años, como la maestra Betty Loaiza, fueron conocidos como los Resistentes. A pesar de ver a sus vecinos marcharse, de encontrarse con muertos en su camino a la escuela, de que su hermano fuera desaparecido en 2002 y de saber que su nombre estaba en una lista de gente para ser asesinada, Loaiza se negaba a dejar su casa.

“Yo no había hecho nada malo. ¿Por qué me iba a ir? Yo dije: ‘No, lo que tengo que hacer es hablar con quien me va a matar’”. La maestra se llevó una virgen y se fue a hablar con el líder paramilitar. “Yo me confié en Dios y le dije: ‘¿Usted por qué me va a matar?’”.

El jefe la miró sonriendo y le explicó que ella estaba en la lista por darle clases a los hijos de guerrilleros. Loaiza cuenta que le explicó que ella enseñaba a niños sin importar de dónde fueran, mientras él le mostraba un cuaderno que tenía en la mano. “Estaba lleno de gente para matar, eso era impresionante, con nombre y cédula de cada uno”. El jefe tuvo una concesión con ella y la dejó arrancar la hoja en la que estaba su nombre. A ella solo se le ocurrió comérsela por pedacitos.

‘YO NUNCA SENTÍ ODIO’

A mediados del año 2000, los paramilitares le advirtieron a Ana Velásquez y al resto de los habitantes que tenían tres días para abandonar Samaná, el corregimiento donde ella soñaba que iba a envejecer entre plantaciones de maíz, frijol y gallinas y ganado.

Velásquez recogió sus cosas y se llevó a sus ocho hijos a Medellín. Samaná quedó casi vacío. Cuando llegó a la ciudad, su marido, que se había ido un año antes también amenazado, estaba con otra mujer. Buscó trabajo, pero no sabía hacer otra cosa que no fueran las tareas del campo. Algunos días cogía un autobús y deambulaba durante horas en la ciudad sin destino. Por eso decidió volver al municipio, aunque la guerra no había acabado.

Unos meses después de regresar estalló una bomba y su hijo más pequeño se metió debajo de la cama mientras gritaba: “Mamá, ¿por qué me ha traído a este pueblo otra vez?”.

Velásquez se fue a vivir a otras veredas y solo regresó a Samaná una vez. La última imagen que vio fue la de un camión con cadáveres, incluido el de uno de sus hermanos y un tío. El 10 de julio de 2004, las FARC masacraron a siete campesinos que habían vuelto para recuperar sus tierras. Al año siguiente, la mayoría de los paramilitares de la región se acogió al proceso de desmovilización y finalizó el periodo más crudo de la guerra.

“Lo peor después de la guerra es que hemos perdido la confianza con el vecino y para la gente como mi padre, un tiempo que no tienen y eso es irrecuperable”, dijo Velásquez en la plaza del pueblo. “A veces me siento forastera”.

El retorno de los Velásquez, como el de todo el municipio, fue un regreso a medias. Su padre, un hombre anciano y enfermo que vive en casa de un hermano en Medellín, quiere volver al campo, pero no tiene adónde regresar.

“Está encerrado y lo único que quiere es pasar sus últimos días en el campo. Pero él vendió sus tierras después de la muerte de mi hermano y mi tío porque pensaba que nunca podría volver. Yo no quiero dinero”, dijo Velázquez. “Yo lo que quiero es un pedacito de tierra para mi padre”. Ella, que ahora coordina una asociación de mujeres del campo retornadas, calculaba que, de las 85 integrantes de la asociación, unas 50 están sin tierra.



Un hombre juega con una máquina tragamonedas en el único billar del pueblo, donde trabaja un exparamilitar desmovilizado. Credit Federico Rios Escobar para The New York Times



A Judith Flores las Farc le mataron al primer marido; los paramilitares, al segundo. Credit Federico Rios Escobar para The New York Times

Hace más de una década que la guerra no se ve en la plaza de San Carlos, pero en las veredas la recuerdan las casas vacías de la gente que nunca regresó. Hasta 2011, el periodo en el que se produjo el regreso más grande, habían retornado 9000 personas al municipio, poco más de la mitad de los que huyeron de la guerra.

Al día siguiente de contarle a Ángela la verdad sobre el asesinato de su hermano, el exparamilitar aceptó ser entrevistado a cambio del anonimato.

Aparcó su mototaxi y se dirigió a las oficinas del Centro de Acercamiento, Reconciliación y Reparación (CARE), ubicado en lo que durante los años duros de la guerra era el Hotel Punchiná y fue utilizado como sede paramilitar.

Pastora Mira, una mujer a la que le asesinaron a su padre y a dos hijos, le desaparecieron a una hija y la amenazaron, es la coordinadora del centro que funciona en lo que, en otra época, fue conocido como la Casita del Terror por las torturas, violaciones y asesinatos que se cometieron allí. La otra integrante de CARE es Ángela Moreno.

El edificio donde funciona CARE hoy es el símbolo de la convivencia en San Carlos, un pueblo que pasó de ser ejemplo del horror de la guerra a un ejemplo de que víctimas y victimarios pueden convivir en el mismo espacio. Porque aún con la desconfianza, los sancarlitanos ahora hablan, caminan y se mantienen allí.



Pastora Mira, la coordinadora del Centro de Acercamiento, Reconciliación y Reparación (CARE) de San Carlos Credit Federico Rios Escobar para The New York Times

Una vez en la oficina, el exparamilitar, un hombre esquelético con el pelo cortado a cepillo y grandes cadenas de oro colgándole en el pecho, contó que había estado veintiocho meses en las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), hasta 2004, cuando pensó “que había cumplido un ciclo porque habíamos limpiado el pueblo”. Se fue de San Carlos, pero volvió cuatro años después.

Dice que se unió a los paramilitares para “despojar al pueblo de la opresión” y asegura que hoy puede caminar tranquilo por allí, a pesar de haber sido parte de un grupo que masacraba a sus vecinos. “Hubo muertes que no fueron injustas”, dijo.

Un mes después de haberse incorporado, el hombre patrullaba con un fusil R15 cuando escuchó en la radio que Nodier Moreno, el hermano de Ángela, había sido asesinado. Dice que sintió un frío en el cuerpo desde la cabeza a los pies. “Nunca me imaginé que el conflicto lo fuera a tocar a él”. Durante años, la familia de Moreno pensó que él había estado involucrado en la muerte de Nodier. Lo evadían en la calle y un par de veces lo increparon para saber qué había pasado; pero hasta esa tarde de agosto, nunca había contado lo que sabía.

“Siempre hay tres verdades: la del que supuestamente lo mató o el que dio la orden. La verdad que se llevó él y la de Dios, que es el único que sabe lo que hizo. Anoche ella me preguntó y yo le dije mi verdad, que es la única que garantizo”, explicó el hombre, que decía sentirse sereno tras la conversación con Ángela.

En su escritorio, en silencio, Ángela Moreno presenció la conversación. Cuando el ex paramilitar volvió a su mototaxi, ella dijo: “Yo nunca sentí odio, esto es una paz para las generaciones que vienen, para no repetir la historia”. Su historia dice que la guerra le quitó a cuatro hermanos: a Gildardo, primero, en el velorio de la abuela, y en solo tres años, desde 2000 hasta 2003, a Francisco Luis en una masacre de los paramilitares, a Nodier por negarse a ser reclutado y a Sergio en una masacre de las FARC.



Durante los peores años del enfrentamiento entre guerrilleros y paramilitares en Colombia, siete de cada diez sancarlitanos huyeron del municipio para escapar del terror y la violencia. Las casas vacías de aquellos que nunca regresaron siguen recordando la guerra. Credit Federico Rios Escobar para The New York Times

En aquel tiempo Ángela tuvo dos hijas. La mayor estudia en Medellín, la pequeña vive con ella. En esos días preparaba su solicitud para la universidad. Viven en una casa grande, antigua, a pocas cuadras de la plaza del pueblo.

Cuando Ángela se va de viaje, su hija solo sale de casa para ir al colegio. Es callada, tímida, le cuesta dar afecto. “Yo creo que son traumas, porque a ella la tuve en los peores años del conflicto”. A veces, cuando las dos caminan por la calle, su hija se gira bruscamente y mira hacia atrás como si hubiese visto un fantasma.


(THE NEW YORK TIME EN ESPAÑOL/ ALEJANDRA SÁNCHEZ INZUNZA Y JOSÉ LUIS PARDO VEIRAS/14 DE DICIEMBRE DE 2017)

ELECCIONES EN CATALUÑA: EL CANDIDATO NO ESTÁ


El expresidente catalán, Carles Puigdemont, hace campaña por su partido Junts per Catalonia a través de transmisiones en video desde Bruselas. Credit Manu Fernández/Associated Press

BARCELONA — Hay disputas por un asiento. Gente que se intenta aposentar en las escaleras. Decenas de personas que se quedan fuera. El teatro Can Rajoler, en la pequeña localidad catalana de Parets del Vallès, está lleno de humanidad este domingo 10 de diciembre.

Pero el contacto más esperado es virtual.

“En una situación de normalidad, yo tendría que presentar al número dos de la lista, Jordi Sánchez, y él debería presentar a quien os hablará ahora”, dice sobre el escenario Jordi Turull, ex consejero de Presidencia del Gobierno catalán que estuvo un mes encarcelado. Tengo el honor de presentarles a todos ustedes al presidente de Cataluña, ¡el presidente Puigdemont!”.

Se desatan los aplausos, los gritos de “President!” e incluso los silbidos, como si fuera una estrella de rock. Un Puigdemont gigante aparece en pantalla. Apenas sonríe. Está aquí y todo lo ve: hace incluso un gesto tímido para que la gente se siente y deje de aplaudir.

“Me gustaría que vierais el sitio donde hago cada día estas conexiones en directo”, dice el expresidente catalán, que fue destituido por el gobierno español, desde el lugar donde está haciendo campaña a distancia: Bruselas. Es una habitación oscura que permite hacer la conexión, pero que no invita a sonreír. “Me dicen que tengo que sonreír un poco más, que estamos en campaña y que las cosas van bien. Pero me cuesta”.

En el fondo de la imagen hay un croma gris oscuro y el logo de Junts per Catalunya, la marca bajo la cual se presenta Puigdemont. Hay retraso de la imagen en algunos tramos de la intervención, pero en general se mantiene estable. Para Puigdemont el plasma es frío, pero para la multitud agolpada en este teatro el plasma es caliente: el president está cerca, es real.

“Intentaré que no se noten mucho las circunstancias en las cuales tenemos que echar adelante una campaña electoral en la que alguien se conjuró para que lo tuviéramos todo en contra”.

Puigdemont sigue con su mitin por plasma, otra innovación de ese laboratorio de las nuevas formas de sentir la política del siglo XXI en que se ha convertido el aquí conocido como procés (proceso independentista). No detiene su discurso para recibir aplausos, como se hace habitualmente.

“Es evidente que tenemos que hacer una campaña en condiciones muy adversas. Pero estamos contentos, aunque nos cueste sonreír por fuera”.

Este jueves 21 de diciembre, Cataluña celebra unos comicios convocados por España y marcados por la polarización: independencia, sí o no.

Tras el referéndum independentista del 1 de octubre, declarado ilegal por la justicia española y que se celebró pese a las cargas policiales, el parlamento catalán declaró la independencia de Cataluña el 27 de octubre. El Senado español votó enseguida para aplicar el artículo 155 de la Constitución, en virtud del cual el presidente español, Mariano Rajoy, suspendió esa declaración, destituyó a Puigdemont y a su ejecutivo, y convocó elecciones autonómicas en Cataluña para el 21 de diciembre.

Puigdemont y varios de sus consejeros se marcharon a Bruselas. En paralelo, la Fiscalía española querelló por rebelión, sedición y malversación a Puigdemont y a todo su gobierno. El ya expresidente catalán no se presentó a declarar ante la Audiencia Nacional y reclamó desde Bruselas “un juicio justo”. Otros de sus colegas de gobierno —como el exvicepresidente Oriol Junqueras, ahora su principal rival electoral en el campo independentista— sí que acudieron y acabaron en la cárcel.

Ante la convocatoria electoral, pronto quedó claro que la coalición independentista Junts pel Sí, que había gobernado hasta entonces Cataluña, se esfumaría. Esquerra Republicana de Catalunya (ERC), el partido de Junqueras, partía como favorito en las encuestas y quería presentarse por separado. A su derecha estaba el descompuesto partido de Puigdemont, el PDeCAT.

Tras no pocas tensiones con su partido, el entorno de Puigdemont lanzó una campaña personalista con el expresidente como candidato. Su figura es omnipresente: en la página web de la campaña, la candidatura de Junts per Catalunya lleva un nombre revelador: “La lista del president”.

Pero quizá personalista es un eufemismo, una palabra que no lo dice todo. Porque no hay aquí un culto mesiánico a un político de Girona que con su candor guía los designios del pueblo en la distancia. La pasión va más allá y conecta con la historia sentimental del país: con la figura institucional y reverenciada del president, tenga el rostro que tenga. Y más si el gobierno español lo ha destituido.

“Queríamos subrayar que esta es una situación anómala”, dice tras el mitin Jaume Clotet, director adjunto de campaña de Junts per Catalunya. “Y esta es la mejor visualización de ello”.

La ausencia de Puigdemont no es un problema. Es su fortaleza, porque no es un candidato: es el president. En Junts per Catalunya sienten que la campaña está funcionando y que están recuperando terreno frente a ERC. En cada acto electoral, Puigdemont hace una conexión en directo o aparece en pantalla.



Credit Javier Soriano/Agence France-Presse — Getty Images
“Una campaña así no habría sido viable hace diez años”, dice Clotet. “Usamos el simbolismo y las nuevas tecnologías. Es un lío logístico. A veces, Puigdemont tiene retorno y le cuesta hablar a pantalla. Pero no queremos que sea una campaña para dar pena. No somos mártires ni héroes”.

La emotividad —que Clotet describe como “inevitable”— es un ingrediente esencial de la campaña. Este acto se celebra en Parets del Vallès, localidad de la que procede un emocionado Turull, que antes de presentar a Puigdemont agradeció a sus conciudadanos las muestras de cariño a su familia durante el mes que pasó en la cárcel de Estremera, provincia de Madrid. También entregó sobre el escenario una flor amarilla, color que pide libertad para los presos, a Susana Barreda, mujer de Jordi Sánchez, el número dos de la lista. Encarcelado por sedición, Sánchez es presidente de la Asamblea Nacional Catalana, una entidad fundamental de la órbita independentista.

Turull y Barreda se fundieron en un abrazo.

LA CAMPAÑA AMARILLA

Mientras Puigdemont estaba en Bruselas, la Audiencia Nacional española decretó prisión provisional sin fianza para Junqueras y los otros consejeros que acudieron a la citación. Cuatro de ellos fueron liberados tras acatar el 155 un mes después, pero el juez mantuvo en la cárcel a Junqueras y al ex consejero de Interior Joaquim Forn, además de a Sánchez y a Jordi Cuixart, líder de otra entidad soberanista clave, Ómnium Cultural.

Junqueras se perdía la campaña electoral.

“Esta es la candidatura que quería Oriol, que representa a Oriol. Porque es una candidatura que se viste, se construye, desde la diversidad del país. Sumando: aquello que tanto nos había enseñado a hacer Oriol Junqueras”.

Es una fría mañana de domingo en Badalona, la tercera ciudad más poblada de Cataluña. Estamos en un acto de campaña de ERC. Con un jersey amarillo y una camisa blanca, la número dos de la lista, Marta Rovira, lanza ataques contra el gobierno español. No hay apenas esteladas (banderas independentistas). Lazos amarillos cubren el acto: en solapas, en abrigos, incluso en la cinta de un sombrero o en la correa de un perro que ladra cada vez que se habla del 155.



La presidenta del parlamento catalán, Carme Forcadell, y el exconsejero de la Generalidad de Catalunya, Raül Romeva, durante un acto electoral de Esquerra Republicana de Cataluna (ERC), cuyo líder, Oriol Junqueras, se encuentra preso en la cárcel de Estremera. Credit Javier Etxezarreta/European Pressphoto Agency

“Estamos tristes”, dice Rovira. “Junqueras, desde la cárcel de Estremera, está triste por esta injusticia, pero está satisfecho por su obra de gobierno”.

La melancolía en este acto es tan indisimulable como la excitación digital en Junts per Catalunya. La ausencia de Junqueras, tótem de una ERC que en los últimos años se ha querido convertir en el partido transversal del soberanismo, es devastadora.

“Desde que hace un mes pasé una noche en la cárcel de Alcalá Meco, mucha gente me pregunta cómo estoy”, dice en el mitin la presidenta del parlamento catalán, Carme Forcadell. “Estoy como el país: triste y esperanzada. Es normal que estemos tristes, porque hay cuatro personas inocentes en la cárcel”.

Este es el primer acto de campaña de Forcadell, quien presidió antes que Sànchez la Asamblea Nacional Catalana y es una figura esencial del movimiento independentista. Su presencia logra levantar de forma momentánea los ánimos del público, que lanza algunos gritos de “¡Libertad!”.

Si Puigdemont dice encabezar la lista “que mejor refleja el sentimiento” de los catalanes, ERC habla de la candidatura “que busca representar a este país desde la diversidad”. En el partido de Junqueras se les nota satisfechos por una lista cremallera con incorporaciones independientes interesantes, como Ruben Wagensberg, portavoz de una gran campaña en Cataluña a favor de la acogida de refugiados, o la escritora Jenn Díaz. Una lista para robar votos a izquierda y derecha, confeccionada desde la racionalidad electoral, pero que no alcanza la carga emotiva de Junts per Catalunya.

“No es justo que el candidato que todas las encuestas apuntan que puede ser presidente esté en la prisión y no pueda conceder entrevistas, ir a debates o hablar con la gente en la calle”, dice Raül Murcia, asesor de Junqueras. “Es una injusticia brutal”.

El equipo de Junqueras usa sobre todo mensajes a través de Twitter y Facebook: otras acciones comunicativas se antojan más difíciles.

“Hacemos entrevistas pero son muy complejas: el medio me envía las preguntas, las mando por correo certificado especial, Junqueras las responde a mano y me las reenvía”, dice Murcia. “Eso para la prensa. De momento no nos han permitido hacer entrevistas [en radio o televisión] desde la cárcel”.

¿Hacia un parlamento ingobernable?

Tanto en el caso de Puigdemont como en el de Junqueras, hay confusión sobre qué pasará después de las elecciones si pueden aspirar a la presidencia.

En ERC recuerdan que Junqueras está en prisión preventiva y que aún no ha sido condenado, lo cual sobre el papel no lo inhabilita. “Desde la cárcel puedes recibir el acta de diputado y presidir el país. Desde el exilio, no”, dice el asesor de Junqueras, en alusión a Puigdemont.

En cada mitin de Junts per Catalunya se insiste en la idea de que los votos harán que Puigdemont pueda volver y ser “restituido”, aunque a nadie se le escapa que la justicia actuará de forma inmediata en cuanto ponga un pie en territorio español.

“Junqueras es nuestro candidato”, dicen desde ERC.

“Puigdemont es nuestro candidato”, dicen desde Junts per Catalunya.

La incertidumbre se cierne sobre los candidatos, sobre los que no están, pero también sobre la estrategia independentista. Las encuestas dicen que es difícil, pero ¿qué pasaría si las fuerzas soberanistas lograran mayoría absoluta? ¿Vuelta a la casilla cero? Uno de los temas más discutidos en campaña es si esos partidos —con distintas sensibilidades— apostarían o no por la vía unilateral, lo cual podría propiciar de nuevo la activación del 155, y así hasta el infinito.

“En Madrid algunos tenían la fantasía de que con el 155 y metiendo a gente en la cárcel todo esto se acabaría”, dice el filósofo y analista Josep Ramoneda. “El independentismo está aquí y está para quedarse. Pero seguramente cambiará de estrategia, porque esta experiencia le ha permitido entender que no tenía fuerzas para llegar más allá de lo que ha ido”.

La gran paradoja para el independentismo es que estos meses de alta temperatura política podrían desembocar en una victoria electoral de Ciudadanos, partido que defiende a ultranza la Constitución española. Y no necesariamente porque los soberanistas pierdan apoyos, sino por la pugna ERC-Junts per Catalunya, que está dividiendo el voto independentista.

Las encuestas sitúan a ERC y Ciudadanos en cabeza, seguidos por la lista de Puigdemont, con una tendencia al alza. En el campo soberanista se ha desatado una batalla sin cuartel por el voto útil para que Ciudadanos no gane los comicios. Pero aunque la lista más votada tendrá la aureola de la victoria, eso no es lo fundamental: la mayoría de encuestas dice que ninguno de los dos bloques llegaría a la cifra mágica de la mayoría absoluta (68 escaños).

“La situación es muy complicada y hay un riesgo importante de que no sea posible configurar una mayoría de gobierno”, dice Ramoneda. “Alargar esta provisionalidad deterioraría mucho la situación de Cataluña, tanto desde el punto de vista económico como social. Es importante que se forme un gobierno, aunque cueste”.

El bloque independentista (ERC, Junts per Catalunya y CUP), que formaba el anterior gobierno, tiene muy difícil reeditar la mayoría absoluta. El bloque constitucionalista (Ciudadanos, Partit dels Socialistes de Catalunya y Partido Popular, que gobierna en España) lo tiene casi imposible. Los votos que prevén las encuestas a un lado y al otro son bastante estables.

“Da la sensación de que se formarán dos bloques sin una mayoría absoluta para gobernar”, dice Ramoneda. “Los comunes pueden tener un papel clave”.

La política catalana siempre se ha movido en dos ejes: el identitario y el social. La polarización actual ha hecho que Catalunya en Comú, hermana de Podemos —la formación española que lidera Pablo Iglesias— se quede en tierra de nadie. Las encuestas dicen que será una fuerza minoritaria, pero es posible que su papel sea determinante: ninguno de los dos bloques podría conseguir gobernar sin su, al menos, abstención.

Los comunes ya han dicho que no darán apoyo a un gobierno independentista que apueste por la unilateralidad ni a uno en el que estén los partidos que aprobaron el artículo 155.

¿Será un parlamento ingobernable? ¿Habrá otras elecciones?

“Es posible, pero creo que sería catastrófico”, dice Ramoneda.


(THE NEW YORK TIMES EN ESPAÑOL/ AGUS MORALES 18 DE DICIEMBRE DE 2017)