domingo, 29 de octubre de 2017

DESDE LAS AGITADAS CALLES DE PETROGRADO


Marinos y soldados confraternizan con trabajadores, revolucionarios armados enfrentan a la policía e incendian cuarteles y palacios, en medio de tiroteos se suceden momentos de tensión y estados de euforia colectiva… La periodista Amélie Néry, corresponsal de Le Petit Journal y La Revue des Deux Mondes, reporta desde Petrogrado la vorágine de una revolución irrefrenable. En 1918 reunió sus textos –que firmaba con el seudónimo de Marylie Markovich– en La Revolución Rusa vista por una francesa, libro que ahora, con motivo del centenario de ese hecho histórico, se reedita en París y del cual se reproducen algunos fragmentos.

Jueves 23 de febrero. El sol brilla y suave es la temperatura, de sólo tres o cuatro grados bajo cero. La nieve se derrite en los alféizares y en los balcones expuestos al sol. Todavía no empieza el deshielo, pero ya se acerca. Todo el mundo está afuera. Una especie de alegría primaveral flota en el aire.

Llegué en coche hasta las primeras casas de la Morskaya (calle del Mar). Ahora camino por Prospekt Nevski (principal avenida de Petrogrado). A eso de las cuatro de tarde, un poco cansada, subo al primer tranvía que pasa para ir a la Sadovaya (calle de los Jardines). Como siempre, el tranvía está atascado. Todo se ve normal. Sólo quizás una multitud un poco más densa va y viene a lo largo de las avenidas y su presencia se explica por la clemencia del clima.

Nada permite predecir que estamos a punto de vivir una revolución casi sin igual en la historia de la humanidad.

A la altura de la catedral de Nuestra Señora de Kazán, diviso una multitud enorme y oigo gritos. Todo el mundo empieza a agitarse en el tranvía. Intentamos ver lo que pasa pegándonos a las ventanas que siguen siendo en parte cubiertas por la helada.

Alguien dice: “Son los obreros de Putilov (el principal complejo industrial de Petrogrado que cuenta con 150 mil trabajadores) que están en huelga y reclaman pan. Fueron a manifestarse ante la Duma (Parlamento) y ahora regresan a sus barrios”.

Aún no lo sabemos, pero es precisamente con esa huelga y esa marcha del hambre que empieza la Revolución (de febrero).

Casi de inmediato la policía montada rodea los tranvías y los obliga a detenerse. Cosacos con fusiles al hombro y sables en mano llegan corriendo. Serios y muy dignos, los huelguistas avanzan escoltados por la policía. La multitud los sigue, gritando “¡Hurra!”

Me bajo del tranvía para mezclarme con la gente. Es como un día de fiesta. No se percibe la mínima sombra de inquietud en los rostros. Se oyen muchas reflexiones, todas a favor de los obreros: “¡Tienen razón!”, “¡Hay quienes esconden la harina!”, “¿Por qué la vida es tan cara si en Rusia hay de todo?”… “¡Ya no aguantamos más!” (…)



 Protestas en Petrogrado. Foto: Cortesía de la Embajada de la Federación Rusa

Sábado 25 de febrero. Los periódicos ya no salen. Empeora la situación. Patrullas prohíben cruzar los puentes del Neva cortando toda comunicación entre los distintos barrios de la ciudad. Se impide la circulación de los tranvías. Enfrentamientos violentos estallaron en los barrios más populosos, como los de Petrogradskaya-Sterana o de Vasiliewsky-Ostrow.

En este último barrio un oficial irrumpió en una fábrica en la que los obreros llevan una huelga de brazos caídos y ordenó a sus hombres que abrieran fuego para romper la huelga. Los soldados se negaron a obedecer. El oficial sacó su pistola e hirió a tres obreros. La multitud se precipitó para lincharlo… Se salvó de milagro. Un incidente similar ocurrió en la fábrica de tabaco Laferme, donde hubo un muerto. Los obreros expusieron el cadáver de la víctima en el patio de la fábrica e invitaron a la multitud a rendirle un último homenaje.

Aumenta la excitación. Se saquean y destruyen tiendas… Cada hora nos acerca a lo inevitable: el ejército empieza a tomar partido por el pueblo. Sólo la policía y los gendarmes siguen fieles al zar (…)

Domingo 26 de febrero. Todos los ministros, salvo Alexander Protopopov, renunciaron. ¡Rusia sin gobierno!

Timbra el teléfono. Alguien nos da una noticia importante: Mijail Rodzianko, presidente de la Duma, acaba de enviar un telegrama al zar, quien se encuentra en la ciudad de Mohilev, a 600 kilómetros de Moscú, con el Estado Mayor del Ejército. Me comunican su contenido:

“La situación es grave. La anarquía impera en la capital. El gobierno está paralizado. Desorden completo en los transportes y el abastecimiento de víveres, escasez de madera para la calefacción. Crece el descontento general. Disparos desordenados en las calles. Tropas se disparan unas a otras. Urge confiar la tarea de formar un nuevo gobierno a un hombre que inspire confianza a todo el país. Urge actuar. Todo atraso significa muerte. Le pido a Dios que la responsabilidad de esa hora no recaiga sobre quien lleva la corona”.

El presidente de la Duma comunicó ese mismo telegrama a todos los jefes de las Fuerzas Armadas pidiéndoles su apoyo.

Por la tarde sacamos lámparas de aceite y llenamos baldes de agua porque tememos cortes de luz y agua.

En la noche recibimos una nueva llamada telefónica: es “mi secretario” que corre por toda la ciudad cuando no está conmigo y me mantiene al tanto, a veces hora por hora, de los acontecimientos. Ya empezaron los problemas graves. Ametralladoras barren las calles. Crece la excitación minuto tras minuto. El pueblo reclama la dimisión del zar.

Un choque muy duro ocurrió en la plaza Znamenskaya entre el pueblo y la policía. El jefe de la policía murió en el enfrentamiento y más de 40 cadáveres yacen en la plaza. Se dispara desde las ventanas y los techos del Hotel del Norte. Frente al hotel, la estación Nicolás está en llamas.

Alexander Rodzianko envió un segundo telegrama al Zar:

“Empeora aún más la situación. Urge tomar decisiones inmediatas. Mañana será demasiado tarde. Llegó la hora suprema en la que se van a resolver el destino del país y de la dinastía”.

Lunes 27 de febrero. Ya empieza la tragedia. Es sangrienta. Tomaron el arsenal de armas y mataron a su gobernador militar, el general Matusov. El Palacio de Justicia está en llamas.

A un suboficial que dio la orden de disparar contra la multitud sus propios soldados lo mataron a sablazos en Prospekt Litieny mientras subía las escaleras de una casa en la que buscaba refugio. Enfrentamientos sangrientos estallaron en los barrios populares de Voborskaya y de Petrogradskaya-Sterana. Duras batallas entre la policía y la multitud que se apoderó de las armas del arsenal. Se asesinó a un general justo frente al hotel Europa.

Llega “mi secretario”. Los revolucionarios asedian el Palacio de Invierno. La ciudad está alborotada, me dice. Reproduzco su testimonio:

“La multitud y las tropas rebeldes llenan Prospekt Litieny. Hay combates. Se oyen gritos, órdenes, disparos. Las balas chasquean al rebotar contra los muros o explotan en las ventanas. Los vidrios vuelan por el aire. Palabrotas de los hombres, gritos de las mujeres, huida desordenada de la gente aterrada, heridos que caen y la gente pisotea (…) Frente al arsenal, el Palacio de Justica incendiado se ve como una gigantesca antorcha” (…)

Nos llegan más noticias. Los revolucionarios requisan los autos guardados en los estacionamientos de las casas o los que pasan por las calles. Confiscaron así tres vehículos del almirantazgo. Una batalla sangrienta estalla alrededor de uno de ellos, que provoca más de 60 víctimas, entre muertos y heridos.

A las ocho de la noche se oye un tiroteo en nuestro barrio que hasta ahora había estado tranquilo. El enfrentamiento ocurre bajo nuestras ventanas. Apagamos las luces para no servir de blanco. Todas las luces de nuestros vecinos también están apagadas. No entendemos lo que pasa fuera (…) Se intensifica el tiroteo. Gritos desgarran la noche. Gente y sobre todo mujeres huyen corriendo. Nos asomamos otra vez a la ventana: los revolucionarios atacan el cuartel de la Guardia Marina. Están desplegados en el puente, a lo largo del canal y en las calles de los alrededores. Durante un tiempo el tiroteo se hace aún más denso y de repente suena un gigantesco “¡hurra!” Casi en ese momento llega a la casa un marinero amigo nuestro. Está lívido y sin aliento. Nos cuenta la escena a la que acaba de asistir:

“A eso de las siete de la tarde los revolucionarios se juntaron frente al cuartel y platicaron largamente con los marineros. ‘Hermanos –les dijeron–, ríndanse, no queremos un baño de sangre’. Los marineros se negaron. Entonces los revolucionarios abrieron fuego. La resistencia fue breve”.

El ¡hurra! que escuchamos fue el del pueblo que saludó la rendición de los marinos. Murieron tres oficiales. Ahora, según afirma, los revolucionarios, seguidos por la multitud, se aprestan a atacar el cuartel de la Flota del Báltico que se encuentra a la izquierda de nuestro edificio, sobre el canal del Moika (…)



Tropas revolucionarias atacan a la policía zarista en febrero (marzo) de 1917. Foto: Internet Archive

Martes 28 de febrero. El cuartel de la Flota del Báltico no pudo hacer nada contra los vehículos blindados y acabó rindiéndose esta mañana. Hay unos 50 muertos. Ahora las calles están llenas de marinos armados. Buscan y persiguen a los policías que intentan refugiarse en las casas. Son ellos los que más resentimiento despiertan. En Rusia no hay institución más odiada que la policía.

Ahora el pueblo se venga. En Petrogrado todas las cárceles y todas las delegaciones policiacas están en llamas. Y si se incendió el Palacio de Justicia fue porque el pueblo lo consideraba la fortaleza de la policía, exactamente como la Bastilla era el símbolo de la tiranía para el pueblo de París.

Después de la destrucción de los edificios llega la hora de la cacería de policías. Escenas trágicas se llevan a cabo al lado de nuestra casa. En un puentecito cercano se vislumbran doce cadáveres de gardavois (policías) despojados de toda su ropa que yacen desnudos, expuestos a la vista de todos. Se requisan las casas que rodean al cuartel en busca de policías. Hay quienes intentan incendiar el establecimiento de baños públicos en el que gardavois siguen resistiendo (…)

Una vez más nos asomamos a la ventana y de repente vemos algo espeluznante: una tropa de soldados blandiendo sus espadas. Los acompañan mujeres exaltadas y obreros y campesinos que llevan pistolas. Irrumpen en el patio de edificio. Insultan, golpean y casi matan al dwornik (celador) que intenta cerrarles el paso.

Alguien seguramente sospechó que policías están escondidos en nuestro edificio y ese centenar de hombres armados, algunos tomados, se arrogan el derecho de requisarlo. El alboroto se hace amenazante. Se oyen tres disparos y las mujeres señalan las ventanas de nuestro departamento. La tropa pega alaridos y se precipita hacia la escalera de servicio disparando de nuevo (…)

La tropa armada toca a la puerta de la cocina. Guiorgi, el marinero que nos visita, abre. Y con los brazos en cruz les dice: “¿Qué quieren? No escondemos a nadie. Soy uno de ustedes. Si hubiera alguien sospechoso aquí, les avisaría…” Paula, la mucama, también los serena. Poco a poco la tropa se tranquiliza. Sólo sigue amenazándonos un soldado ebrio que acaba divirtiendo a todo el mundo. Espadas y bayonetas bajan al patio y desaparecen… Estamos a salvo (…)

Seis de la tarde (…) Lo que veo es a la vez siniestro y grandioso. Un gigantesco triángulo de fuego se va dibujando en la noche: a la izquierda arde la cárcel, a la derecha arde la oficina de correos y, más allá, en la cima del triángulo, el palacio de un alemán, el conde Fredericks, exministro del zar, que el pueblo incendió después de haberlo saqueado (…)

Nueve de la noche. Toda la ciudad está en manos de los revolucionarios. Las tropas de la Duma ocupan ahora el Palacio de Invierno. El pueblo exige la abdicación del zar. Se oyen voces que gritan “¡Abajo la guerra!”, pero son sólo algunos socialistas turbulentos o provocadores.


Jueves 1 de marzo. Noticias alarmantes llegan de Kronstadt. Los marinos insurgentes perpetraron una verdadera masacre de oficiales. Los mismos hechos espantosos parecen haber ocurrido en Reval (Tallin, capital de Estonia) y Helsingfors (Helsinki, capital de Finlandia que, al igual que Estonia, pertenecía al Imperio Ruso). Explosión de venganza –explican los revolucionarios–, contra una disciplina despiadada y contra quienes la aplicaban empeorándola (…)

Se decidió deponer al zar. Luego se dio la orden de detener el tren en el que viajaba de regreso a Petrogrado para obligarlo a cambiar de destino. Es la Duma la que exige su abdicación en favor del gran duque Alexis y la entrega de la regencia al gran duque Mijail Alexandrovich, hermano del zar. Una Asamblea Nacional Constituyente, integrada por diputados de todas las provincias del país, será convocada después de la guerra para elaborar una nueva Constitución.



Nicolás II. Bajo custodia de los rebeldes. Foto: Cortesía de la Embajada de la Federación Rusa

5 de marzo. Se acabó la crisis. Por lo menos acabó su fase más aguda. No más gritos. No más tiroteos. Uno se va despertando … ¿De un sueño? ¿De una pesadilla? Ya no se sabe. ¡Nos tocó vivir una vida tan intensa, a veces espantosa, a veces entusiasmante!… Todavía nos sentimos aturdidos (…)

Cerca del río Moika llaman la atención coches llenos de milicianos y soldados que circulan a toda velocidad. Remplazaron los fusiles y las ametralladoras por bultos de papeles impresos que reparten al vuelo por toda la ciudad. Numerosos brazos se tienden para atraparlos y se arman alborotos para alcanzar uno cuando caen al suelo. Algunos transeúntes inclusive no vacilan en tirarse en la nieve y cubrirlos con su cuerpo… No es para menos: esos impresos son la única fuente de información disponible ya que aún no se publican los grandes diarios.

La hoja de la que logramos apoderarnos es el número 9 del periódico Izvestia, órgano del soviet de los obreros de Petrogrado, que sale diariamente gracias a la entrega a la causa revolucionaria de los tipógrafos.

El diario publica la noticia de la renuncia de Mijail Alexandrovich al trono de su hermano Nicolás II. Ya se sabía. La gente lee el texto y lo comenta con obvia satisfacción (…)

15 de marzo. A partir de las seis de la tarde la circulación se interrumpe, las fábricas cierran y las tiendas bajan sus cortinas metálicas, pues a los maquinistas, los obreros y los empleados les urge atender sus reuniones y mítines. ¡Y pronto empieza la fiesta revolucionaria! Inútil hablar de la guerra que sigue o del trabajo que debe realizarse… Nadie escucha.

“Un pie en la fábrica y el otro en la calle”, es el nuevo lema.

Apenas afuera del trabajo, cada quien corre en el barro del deshielo. No hay barrio que no tenga su sala de reunión y sus oradores. Muy a menudo los mítines acaban en concierto. Todos los artistas se enorgullecen de participar en estas pachangas revolucionarias.

Hay una atmósfera incandescente en las salas de reuniones, una atmósfera de noches de victoria.

¡Libre! ¡Libre! ¡Uno se siente libre! De todas partes surge esa palabra svobodia (libertad) o esta otra palabra tavarich (camarada).

27 de abril. Las peores noticias llegan del frente de guerra. Se multiplican deserciones y confraternizaciones.

Durante las primeras semanas de la Revolución, los oficiales y los soldados que llegaban a la ciudad en representación de sus camaradas elogiaban el patriotismo y la firmeza de las tropas. Las divergencias políticas y los enfrentamientos entre partidos que percibían en la capital los llenaban de asombro y temor.

Poco a poco el proceso de desintegración que afecta a Petrogrado se infiltró en las demás grandes ciudades del país y luego llegó al frente de guerra. Algunos diarios, como la peligrosa Pravda, de la que circulan diariamente centenares de miles de ejemplares en el frente de guerra y en los cuarteles, sembraron las semillas de la rebelión. Se aflojo la disciplina. Los soldados empezaron a organizar mítines, a hablar de política, a discutir las órdenes de los jefes (…)

Luego surgió la cuestión del reparto de las tierras. Arriesgar su vida en el frente de guerra implicaba no beneficiarse de ese reparto (…) Los alemanes aprovecharon hábilmente la situación y suspendieron sus ataques. Enseguida empezaron las deserciones. Durante algunas semanas los trenes estaban atascados de soldados que regresaban a sus pueblos. Hoy el porcentaje de soldados presentes en el frente oscila entre 20% y 30%. ¡El número de desertores alcanzaría un millón!

Finalmente se dieron las confraternizaciones. Después del “Llamado a todos los socialistas”, de Lenin, los soldados creyeron en la paz universal. Estaban cansados de la guerra. En los tres últimos años los soldados dejaron de ser hombres para convertirse en material de guerra. Y de repente los bolcheviques les hablan de libertad y paz. Los alemanes no perdieron tiempo y crearon los regimientos de confraternización integrados por militares que hablan más o menos ruso. Empezaron las visitas entre trincheras alemanas y rusas, el intercambio de aguardiente por pan, de carne por jabón (…)



El frente ruso. Rendiciones y deserciones. Foto: Sueddeutsche Zeitung Photo

27 de mayo. Hoy es el Congreso del Soviet de los Diputados Obreros en el que Kerenski (Alexander, principal figura de la Revolución de Febrero y en ese momento ministro de Defensa) va a pronunciar un discurso. Apenas abierta, la sala se llena. Empieza el congreso. De inmediato la atmósfera se siente apasionada y algo extraordinaria. El ministro Tsereteli (Irakli, figura destacada de los mencheviques) está en la tribuna. Explica hasta qué punto es difícil consolidar el poder sobre bases duraderas.

Dice: hoy en Rusia se da una lucha vehemente para acceder al ejercicio del poder, pero al mismo tiempo no hay un solo partido dispuesto a asumir ese poder.

–¡Sí hay uno! –grita una voz.

Es la de Lenin. Está sentado en las primeras filas con su esposa, Krúpskaya, y algunos líderes del maximalismo (radicalismo, según la terminología de la época).

–No lo dudo, camarada Lenin –replica Tsereteli.

Ese breve intercambio de palabras produce sobre el público el mismo efecto que las primeras banderillas que clava el torero al inicio de una corrida. Crecen la atención y la excitación a medida que se presienten futuros enfrentamientos.



Alexander Kerensky. Líder del gobierno provisional. Foto: Mary Evans

–Se intenta formar una mayoría –sigue Tsereteli–, pero al mismo tiempo se hace todo para impedir que eso se lleve a cabo. Se acusa al gobierno de estar integrado por capitalistas. Los bolcheviques pretenden que no hay diferencia alguna entre el gobierno de coalición y el que encabezó (hasta abril de 1917) Pável Miliukov (…)

De repente Lenin se levanta. Ese simple gesto provoca una fuerte impresión. Toda la sala se levanta. Hay quienes se empujan para avanzar y estar cerca de las primeras filas.

Lenin, muy pálido –¿es el efecto de la emoción?–, se lanza en un discurso confuso en el que se empantana: frases inconexas, fórmulas demagógicas. A veces se muestra irónico para conciliarse con el soviet de los delegados obreros, a veces se remonta a la Revolución Francesa, luego vuelve al gobierno provisional. Y bruscamente se destapa:

“Hay que pasar de las palabras a los hechos –grita–. Nuestro partido no rechaza el poder. Por el contrario, está listo para tomarlo en cualquier instante. Considero que ningún partido que se lanza en política puede rechazar el poder”.

Después de ese preámbulo, el famoso líder maximalista expone su programa de reformas económicas y financieras, programa de los más simple e inclusive simplista: detener a decenas o varias decenas de capitalistas y mantenerlos presos tal como se hace con el zar Nicolás Romanov. Sólo así se podrá aclarar el origen de su enriquecimiento. Insiste Lenin: “Hay que detener a los capitalistas. Sin eso, todas las palabras resultan vanas”.

Luego declara inadmisible lo que hace la democracia revolucionaria con Finlandia y Ucrania. Afirma: “Si quieren separarse de Rusia, pues que lo hagan”. Finalmente se pronuncia sobre la ofensiva que las fuerzas rusas acaban de lanzar contra Alemania en el frente de guerra. Su declaración es breve y contundente: “¡La ofensiva que se da en ese momento es tan sólo la continuación de la carnicería imperialista!”

Lenin se baja de la tribuna. Kerenski avanza hacia ella y sube (…)

–El señor Lenin –dice–, olvidó que un marxista que propone semejantes remedios para curar el mal de la sociedad no es digno de llamarse socialista, porque los procesos que preconiza son los de los peores déspotas asiáticos. El señor Lenin olvidó que en nuestra época la detención masiva de capitalistas sólo llevará a arruinar el desarrollo económico. ¿Qué más remedios propone usted aparte de la detención de capitalistas y de la separación de Finlandia y Ucrania? ¿La confraternización entre soldados rusos y alemanes? ¿Cómo explica usted que su política de confraternización coincida tan extrañamente con la línea de conducta del Estado Mayor alemán? (…)

Sigue el discurso del ministro de Defensa, interrumpido muchas veces por los maximalistas, y acaba en medio de una tempestad de aplausos y hurras. Los bolcheviques se retiran. Pero su actitud demuestra que, de ahora en adelante, nada podrá detenerlos. (Traducción de Anne Marie Mergier)

———-

Al ocurrir las revoluciones de 1917, Rusia aún utilizaba el calendario juliano, cuando en prácticamente todo el resto del mundo se usaba el gregoriano (la diferencia entre ambos es de 13 días). Los textos de este reporte especial utilizan las fechas del primero (juliano), pues con base en él se conmemora la llamada Revolución de Octubre.


(PROCESO/ MARYLIE MARKOVICH/  24 OCTUBRE, 2017)

UNA REPORTERA TROTAMUNDOS


París.- Se llama Amélie Néry, pero firma sus reportajes con el seudónimo por demás exótico de Marylie Markovich.

La Revolución Rusa vista por una francesa, publicada en enero de 1918, es su obra maestra.

El libro, elogiado por la crítica de la época, es la compilación de extensas crónicas de la reportera que la publicación mensual La Revue des Deux Mondes, biblia de los intelectuales conservadores franceses, publica en cinco entregas entre mayo y septiembre de 1917 con el título de “Escenas de la Revolución Rusa”.

La nueva versión de estos textos que Markovich redacta en París después de su regreso de Rusia, es aún más interesante que la de los reportajes de La Revue des Deux Mondes porque incluye detalles inéditos y párrafos que fueron censurados tanto por las autoridades rusas y francesas como por la propia autora y su jefe de redacción. En esos tiempos de guerra la prensa estaba bajo estricto control político y militar. En cambio, los libros periodísticos gozaban de mayor libertad.

Es en realidad sobre la Revolución de Febrero de 1917 y los eventos y enfrentamientos que desembocaron en la de Octubre, que Markovich cuenta de manera muy viva y a veces casi cinematográfica, alternando escenas callejeras, momentos de tensión bajo tiroteos, experiencias personales, testimonios de protagonistas anónimos, entrevistas con ministros, análisis políticos, reflexiones sobre la psicología rusa…

No se sabe por qué la periodista dejó Rusia a finales de agosto de 1917, dos meses antes de que los bolcheviques tomen el poder. Se sospechan problemas de salud. De hecho, en algunas de sus crónicas alude a su agotamiento físico después de dos años dedicados a recorrer en condiciones sumamente precarias ese inmenso país flagelado por la guerra y escaseces de todo tipo.

Markovich llega a Petrogrado el 26 de junio de 1915 como corresponsal de Le Petit Journal, diario popular de amplio tiraje (800 mil ejemplares) y de corte conservador. Está a punto de cumplir 50 años y tiene una larga experiencia reporteril.

Nacida en la ciudad de Lyon en 1866, dos veces viuda, poeta, dramaturga y activista feminista, Markovich, que maneja con igual facilidad el árabe, el farsi y el ruso, es una auténtica trotamundos.

A los 20 años vive en Argelia, luego pasa temporadas en Túnez, Marruecos, Turquía, los Balcanes y Persia. En cada país presta una atención particular a la situación de la mujer musulmana, tema sobre el que publica artículos, ensayos, libros y dicta conferencias.



La Revolución Rusa vista por una francesa, de Marylie Markovich.

En 1906 se apasiona por la “revolución constitucional” persa, a la vez nacionalista y liberal –primer acontecimiento de ese tipo en Medio Oriente– que desemboca en la destitución de Mohammad Alí Shah Qayar en 1909.

Sus análisis rigurosos del proceso se convierten en textos de referencia en Francia, despiertan la admiración de los intelectuales persas y la llevan a desempeñarse en 1910 como secretaria general de la Revista de la Sociedad Francesa de Estudios Islámicos.

Cinco años más tarde, en mayo de 1915, Markovich dista de sospechar que le va a tocar cubrir otra revolución cuando emprende su viaje largo y riesgoso a Rusia. La misión que le confían La Revue des Deux Mondes y Le Petit Journal es reseñar la situación en los distintos frentes de guerra rusos.

El zar Nicolás II es aliado de Francia e Inglaterra contra Alemania, pero su poder se tambalea desde la fracasada Revolución de 1905.

¿Qué tan sólido es el frente ruso asediado por las tropas del káiser? ¿Con qué armamento cuentan los soldados del zar? ¿Cuál es el estado de ánimo de los millones de mujiks (campesinos) bruscamente convertidos en carne de cañón?

Éstas son algunas de las interrogantes que debe responder la intrépida periodista.

Acceder a las posiciones militares más avanzadas del ejército ruso es sumamente difícil y más aún para una mujer. Markovich, que cuenta con numerosos contactos en Rusia, país de su segundo marido, mueve cielo y tierra hasta llegar al Palacio de Tsarkoye-Selo, residencia de verano de los zares.

Entrevista a la emperatriz Alejandra Fiodorovna Romanova, quien la autoriza a subir, como enfermera-reportera, a uno de los “trenes de emergencia médica”, que financian miembros de la familia imperial.

Estos trenes son verdaderas clínicas sobre rieles que recogen a los soldados heridos en los distintos frentes de guerra y los llevan a centros hospitalarios de grandes ciudades del país.

A principios de diciembre de 1915 Markovich, vestida con el hábito de enfermera de las Hermanas de la Caridad, viaja en el tren que patrocina Olga Alexandrovna, hermana de Nicolás II, y recorre todo el frente de Galitzia, región que se disputan los ejércitos ruso y austro-alemán.

Descubre las trincheras y las líneas de fuego, entrevista a soldados rusos y presos austriacos. De día atiende a los heridos y de noche escribe sus reportajes.

Durante 1916 recorre así distintos frentes de guerra cumpliendo cabalmente con su doble misión de enfermera y periodista. Sus reportajes, publicados a veces en primera plana en Le Petit Journal y en La Revue des Deux Mondes, causan impacto.



Lenin en Petrogrado. “Un revolucionario elegante”. Foto: Keystone

Pero Markovich abusa de sus fuerzas y en diciembre de 1916 acaba internada. Es operada de emergencia en el Gran Palacio de Ekaterina, el hospital de la familia imperial en Tsarkoye-Selo. A principios de 1917 se instala en casa de amigos rusos en Petrogrado. Su convalecencia no le impide estar sumamente atenta a los primeros sobresaltos de la insurrección de febrero.

Le apasiona la efervescencia política y social de la capital rusa. Y pronto empieza a recorrer las calles con los manifestantes. Su trato frecuente con la aristocracia rusa no la ciega. Republicana convencida, está consciente de los inmensos problemas sociales del país. Cubre y aplaude la abdicación de Nicolás II.

Entrevista a líderes liberales y socialistas de la corriente menchevique. En sus textos no esconde su simpatía hacia estos últimos, ni tampoco la aversión que le inspiran los bolcheviques, a quienes considera peligrosos extremistas y cuya eventual llegada al poder le parece lo peor que le puede pasar a Rusia.

Está instalada de nuevo en París, en plena reescritura de sus reportajes, cuando se entera del triunfo de Lenin, a quien había descrito el 8 de abril de 1917 de la siguiente manera:

“El señor Lenin es un hombre de baja estatura y sin clase. Aun cuando aparece en el balcón del Palacio de la Kschessinska, no logra verse imponente. Su rostro es pálido, lleva una barba negra puntiaguda. Gemelos brillantes adornan los puños de su camisa. Es un revolucionario elegante”.

Markovich no vuelve a publicar una sola línea sobre Rusia ni sobre tema alguno después de la salida de su libro y de su efímero éxito. De hecho, desaparece por completo de la vida literaria y periodística parisina.

La valiente reportera pasa los últimos ocho años de su vida en el sur de Francia, enferma y sin recursos. Muere en Niza el 9 de enero de 1926, sola y olvidada por todos.

Extrañas vueltas de la vida: es gracias a la conmemoración del centenario de la Revolución Rusa y de la toma del poder por el “revolucionario elegante y sin clase” que tanto aborrece, que ella resucita.


(PROCESO/ ANNE MARIE MERGIER/ 24 OCTUBRE, 2017)

EL DOLOROSO PARTO DE UN MUNDO NUEVO


Con mirada acuciosa y pluma magistral, el periodista estadunidense John Reed describe el ambiente social y político que prevalece en vísperas de que los bolcheviques tomen el poder. Luego, durante la noche del 25 de octubre, se mezcla con los soldados y guardias rojos que asaltan el Palacio de Invierno, lo que le permite relatar, desde el corazón mismo de los acontecimientos, el triunfo de la Revolución de Octubre. Sus crónicas y reportajes dan vida a uno de los libros de referencia de este hecho histórico: Diez días que estremecieron al mundo, que publicó en 1919 y del cual se reproducen algunos fragmentos.

Una gran parte de las clases ricas preferían a los alemanes que a la revolución –incluso al gobierno provisional– y no ocultaba estas preferencias. En la familia rusa con quien yo vivía, a la hora de cenar se conversaba invariablemente sobre la llegada de los alemanes, que traerían “la ley y el orden”. Una noche, en casa de un comerciante de Moscú, a la hora del té, pregunté a once personas si preferían al káiser Guillermo o a los bolcheviques. Ganó Guillermo por diez contra uno.

Los especuladores se aprovechaban del desorden general para amasar fortunas que dilapidaban en orgías fantásticas o en pagar a los funcionarios. Acaparaban stocks de víveres o de combustibles y los exportaban clandestinamente a Suecia. Durante los cuatro primeros meses de la revolución, las reservas de víveres de los grandes almacenes municipales de Petrogrado fueron saqueadas casi a la vista de todos, hasta el punto de que la reserva de trigo para dos años resultó casi insuficiente para las necesidades de un mes (…)

En una ciudad de provincia conocí a una familia de comerciantes, cuyos miembros se habían hecho especuladores merodeadores, como los llaman los rusos. Los tres hijos habían logrado rehuir el servicio militar mediante el soborno. Uno especulaba con víveres, otro vendía ilícitamente a misteriosos clientes de Finlandia el oro de las minas del Lena, y el tercero, que había adquirido grandes intereses en una fábrica de chocolate que aprovisionaba a las cooperativas locales, no las abastecía sino con la condición de que le entregasen todo lo que necesitara. De este modo, en tanto el pueblo sólo recibía, con la cartilla, un cuarto de libra de pan negro, él disponía en abundancia de pan blanco, azúcar, té, pasteles y manteca. Y cuando los soldados, consumidos por el frío y el hambre, no podían sostenerse en el frente, había que escuchar con qué indignación vociferaba esta familia contra los “cobardes”, asegurando que sentía “vergüenza de ser rusa” y llamando “bandidos” a los bolcheviques porque le requisaban grandes stocks de provisiones acaparados por ella.

Bajo esta podredumbre exterior, las fuerzas secretas del antiguo régimen, que habían sobrevivido a la caída de Nicolás II, proseguían su intenso y misterioso trabajo. Los agentes de la famosa Ojranat (policía secreta del régimen zarista) seguían funcionando, por o contra el zar, por o contra Kerenski (líder de la Revolución de Febrero), a sueldo de quien les pagase. En la sombra, diferentes clases de organizaciones subterráneas, como las Centurias Negras, se dedicaban activamente a preparar el triunfo de la reacción, de una u otra forma.

En esta atmósfera de corrupción y de monstruosas verdades a medias, sólo se oía una nota clara, el llamamiento de los bolcheviques, más penetrante cada día: “¡Todo el poder a los Soviets! ¡Todo el poder a los representantes directos de millones de obreros, soldados y campesinos! ¡Tierra y pan! ¡Que acabe la guerra insensata! ¡Abajo la diplomacia secreta, la especulación y la traición! ¡La revolución está en peligro, y con ella la causa de todos los pueblos!”

La lucha entre el proletariado y la burguesía, entre los soviets y el gobierno, comenzada en los primeros días de febrero, iba a alcanzar su punto culminante. Rusia, que acababa de pasar, de un salto, de la Edad Media al siglo XX, ofrecía al mundo estremecido el espectáculo de dos revoluciones: la revolución política y la revolución social, trabadas en una lucha a muerte (…)



La caída del zarismo. Foto: Especial


LAS “COLAS DEL PAN”

En las casas particulares no había electricidad más que desde las seis a las doce de la noche. Cada bujía costaba casi un dólar, y el petróleo escaseaba mucho. La noche duraba desde las tres de la tarde a las diez de la mañana. Los robos y asaltos se multiplicaban. Los hombres, armados de fusiles, hacían guardia, por turno, en las casas, durante la noche. Así se desarrollaba la vida bajo el gobierno provisional.

Los víveres iban escaseando de semana en semana. La ración diaria de pan descendió sucesivamente de una libra y media a una libra, después a tres cuartos de libra, y finalmente a 250 y 125 gramos. Al final, hubo una semana entera sin pan. Se tenía derecho a dos libras de azúcar mensuales, pero era casi imposible encontrarla. Una tableta de chocolate o una libra de caramelos insípidos costaban de siete a diez rublos, más o menos un dólar. Sólo había leche para menos de la mitad de los niños de la ciudad; la mayor parte de los hoteles y de las casas particulares no la veían desde hacía meses (…) Para conseguir leche, pan, azúcar o tabaco era preciso hacer cola durante horas bajo la lluvia glacial (…) Hay que imaginarse a estas gentes mal vestidas, de pie sobre el helado suelo de las calles de Petrogrado, durante jornadas enteras y en medio del invierno ruso. Yo he escuchado en las “colas del pan” la nota áspera y amarga del descontento, brotando a veces de la milagrosa dulzura de estas multitudes rusas.

Naturalmente, los teatros se abrían todas las noches incluso los domingos (…) Las colecciones del Hermitage y de otras galerías habían sido evacuadas a Moscú, pero cada semana se inauguraban exposiciones de pintura. Las mujeres “intelectuales” se apretujaban en las conferencias sobre arte, literatura y filosofía mundana (…)

Como ocurre siempre en semejantes periodos, la pequeña vida convencional continuaba su curso, ignorando lo más posible la revolución. Los poetas componían versos, pero no a la revolución. Los pintores realistas pintaban escenas de la Rusia medieval, todo menos la revolución. Seguían llegando a la capital señoritas de provincias para aprender francés y educar su voz. Jóvenes y elegantes oficiales paseaban en el hall de los hoteles sus bachlyks carmesí bordados de oro y sus sables caucasianos ricamente nielados. Las mujeres de los funcionarios se reunían por las tardes a tomar el té, llevando cada una en su manguito una cajita con azúcar, de oro o plata, ornada de brillantes, y media hogaza de pan. Estas damas suspiraban por la vuelta del zar, por la llegada de los alemanes y, en fin, por todo aquello que pudiera resolver la crisis del servicio doméstico. La hija de un amigo mío sufrió un día un ataque de histeria, porque la cobradora de un tranvía la había llamado “camarada”.

La gran Rusia daba a luz, con dolor, un mundo nuevo (…)

EL PAPEL DE LA PALABRA

En el frente, los soldados continuaban su lucha contra los oficiales y aprendían en los comités a gobernarse a sí mismos. En los talleres, esas incomparables organizaciones que son los comités de fábrica, adquirían experiencia y fuerza y tomaban conciencia de su misión histórica de lucha contra el antiguo régimen. Rusia entera aprendía a leer: leía asuntos de política, de economía, de historia, porque el pueblo tenía necesidad de saber. En cada ciudad, casi en cada aldea, en el frente, cada fracción política tenía su periódico y, a veces, muchos. Millares de organizaciones distribuían centenares de miles de folletos, inundando los ejércitos, las aldeas, las fábricas, las calles. La sed de instrucción, tan largo tiempo refrenada, convirtióse con la revolución en un verdadero delirio. Sólo del Instituto Smolny salieron cada día, durante los seis primeros meses, toneladas de literatura, que, ya en carros, ya en vagones, iban a saturar el país. Rusia absorbía, insaciable, como la arena caliente absorbe el agua. Y no grotescas novelas, historia falsificada, religión diluida o esa literatura barata que pervierte, sino teorías económicas y sociales, filosofía, las obras de Tolstoi, de Gogol, de Gorki.

¡Y qué papel jugaba la palabra! Los “torrentes de elocuencia” de que habla Carlyle a propósito de Francia eran una bagatela al lado de las conferencias, de los debates, de los discursos que se pronunciaban en los teatros, en los circos, en las escuelas, en los clubes, en las salas de reunión de los soviets, en los locales de los sindicatos, en los cuarteles. Se celebraban mítines en las trincheras, en las plazas de las aldeas, en las fábricas. ¡Qué admirable espectáculo el de los cuarenta mil obreros de Putilov acudiendo a escuchar a oradores socialdemócratas, socialrevolucionarios, anarquistas y otros, igualmente atentos a todos ellos e indifesentes a la duración de los discursos! En Petrogrado y en toda Rusia, la esquina de cada calle fue, durante meses, una tribuna pública. En los trenes, en los tranvías, en todas partes brotaba de improviso la discusión.



En cada centro de trabajo una asamblea. Foto: Especial


EN EL PALACIO DE INVIERNO

(Durante la noche del 25 de octubre), aprovechándonos del revuelo, nos deslizamos a través de los centinelas tomando la dirección del Palacio de Invierno.

La oscuridad era completa. Sólo se divisaban los piquetes de soldados y guardias rojas, que vigilaban celosamente. A la altura de la catedral de Kazán, en medio de la calle, se encontraba un cañón de campaña de tres pulgadas, descansando en la posición donde lo había dejado el retroceso del último cañonazo, disparado por encima de los tejados. Bajo todas las puertas los soldados charlaban en voz baja, con las miradas dirigidas hacia el puente de la policía. Escuché a uno que decía: “Puede que nos hayamos equivocado.” En las esquinas de las calles, las patrullas detenían a todos los peatones; a pesar de hallarse formadas por tropas regulares, las mandaba siempre, detalle interesante, un guardia rojo.

Había cesado el fuego. Al llegar a la Morskaya escuchamos a alguien exclamar: “¡Los junkers (estudiantes de la academia militar) han solicitado que se vaya en ayuda de ellos!” Se oyeron voces dando órdenes y, en medio de la densa noche, distinguimos una masa sombría que se ponía en marcha, rompiendo el silencio con el rumor de sus pasos y los ruidos metálicos de sus armas.

Nos unimos a las primeras filas.

Semejantes a un río negro que llenara toda la calle, sin cantos ni risas, pasábamos bajo el Arco Rojo (entrada principal del Palacio de Invierno), cuando el hombre que marchaba justo delatante de mí dijo en voz baja: “¡Cuidado, camaradas! No hay que fiarse de ellos. Seguramente van a disparar.”

Al otro lado del Arco avanzamos corriendo, agachándonos y encogiéndonos todo lo que podíamos, para reunimos después detrás del pedestal de la columna de Alejandro.

–¿Cuántos muertos han tenido? –les pregunté.

–No sé, unos diez…

La tropa, que se componía de varios centenares de hombres, descansó algunos minutos, apretujada detrás de la columna, recuperó la calma y después, como no tuviera nuevas órdenes, volvió a avanzar espontáneamente. Gracias a la luz que brotaba de las ventanas del Palacio de Invierno, yo había logrado distinguir que los trescientos primeros eran guardias rojas, entre los cuales se hallaban mezclados solamente algunos soldados. Escalamos la barricada de maderos que defendía el Palacio y lanzamos un grito de júbilo al tropezar en el otro lado con un montón de fusiles, abandonados allí por los junkers. A ambos lados de la entrada principal las puertas estaban abiertas de par en par, dejando salir la luz, y ni una sola persona salió del inmenso edificio.



El asalto al Palacio de Invierno. Foto: Especial

“PROPIEDAD DEL PUEBLO”

La oleada impaciente de la tropa nos empujó por la entrada de la derecha, la cual conducía a una vasta sala abovedada, de muros desnudos: la bodega del ala Este, de donde partía un laberinto de corredores y escaleras. Guardias rojos y soldados se lanzaron inmediatamente sobre grandes cajas de embalaje que se encontraban allí, haciendo saltar las tapas a culatazos y sacando tapices, cortinas, ropa, vajilla de porcelana, cristalería… Uno de ellos mostraba con orgullo un reloj de péndulo de bronce que llevaba colgado de la espalda. Otro había incrustado en su sombrero una pluma de avestruz. El pillaje no hacía más que comenzar cuando se escuchó una voz: “¡Camaradas, no toquen nada, no agarren nada, todo esto es propiedad del pueblo!” Inmediatamente repitieron veinte voces: “¡Alto! ¡Vuelvan a ponerlo todo en su lugar, prohibido agarrar nada, es propiedad del pueblo!”

Las manos se abatieron sobre los culpables. Los tejidos de Damasco, las tapicerías, fueron arrebatadas a los saqueadores; dos hombres se hicieron cargo del reloj de bronce. Los objetos, bien o mal, fueron colocados otra vez en sus cajas y algunos de los propios soldados se encargaron de montar la guardia. Esta reacción fue sumamente espontánea. En los corredores y las escaleras, debilitadas por la distancia, se escuchaba repercutir las palabras: “¡Disciplina revolucionaria! ¡Propiedad del pueblo!”

Nos dirigimos a la entrada izquierda, en el ala Oeste. También allí se restablecía el orden.

¡Evacuen el Palacio! –vociferaba un guardia rojo–. Vamos, camaradas, ¡demostremos que no somos ladrones y bandidos! Todo el mundo fuera de Palacio, con excepción de los comisarios, hasta que se coloquen los centinelas.

Dos guardias rojos, un oficial y un soldado, se mantenían de pie, empuñando un revólver; otro soldado se hallaba sentado en una mesa con pluma y papel. Por todas partes resonaba el grito: “¡Todos fuera! ¡Todos fuera!”, y poco a poco toda la tropa comenzó a franquear la puerta hacia el exterior, empujándose, refunfuñando, protestando. Cada uno de los soldados era detenido y registrado, se le vaciaban los bolsillos, se miraba por debajo de su capote. Se le recogía todo lo que “no era ostensiblemente suyo, el secretario tomaba nota y el objeto era llevado a una pequeña habitación vecina (…)

LA CÁMARA DE ORO Y MALAQUITA

Un soldado y un guardia rojo aparecieron en la puerta, apartando a la gente; venían seguidos de otros guardias con bayoneta calada que escoltaban a media docena de civiles, quienes caminaban uno detrás del otro. Eran los miembros del gobierno provisional (…) Desfilaron en silencio. Los insurgentes victoriosos se apretujaron para verlos, pero su cólera no se tradujo más que en algunos murmullos. Más tarde nos enteramos de que el pueblo, en la calle, había querido lincharlos y de que había sido necesario disparar, pero los marinos lograron conducirlos sanos y salvos hasta la fortaleza de Pedro y Pablo (…)

Entretanto, aprovechándonos del revuelo, habíamos penetrado en el Palacio. Todavía había muchas idas y venidas, se exploraban las habitaciones del vasto edificio, se buscaba a los junkers, que no existían. Subimos y recorrimos todos los salones. La parte opuesta del Palacio había sido invadida por otros destacamentos, llegados del lado del Neva. Los cuadros, las estatuas, las alfombras y tapices de los grandes salones de lujo se encontraban intactos; pero en los despachos, todos los pupitres, todos los armarios habían sido violentados, los papeles andaban por el suelo y en las habitaciones, las mantas habían sido quitadas de las camas y los guardarropas saqueados. El botín más apreciado lo constituían los vestidos, de los cuales tenían gran necesidad los trabajadores. En una habitación, donde se habían almacenado muebles, encontramos a dos soldados que estaban arrancando el cuero de que estaban tapizados los sillones. Nos explicaron que querían hacerse unos zapatos (…)

Los viejos servidores del palacio, con sus uniformes azul, rojo y oro, iban y venían nerviosamente, repitiendo maquinalmente: “No pueden pasar, barin, está prohibido”.

Por fin, llegamos a la cámara de oro y malaquita, con tapicerías de brocado carmesí, donde los ministros habían estado en sesión permanente todo el día anterior y toda la noche, y donde habían sido entregados a los guardias rojos por los ujieres. La larga mesa recubierta de paño verde se encontraba todavía tal como ellos la habían dejado en el momento de su detención. Ante cada asiento vacío se veía un tintero, una pluma y hojas de papel sobre las cuales se habían trazado de prisa planes de acción, borradores de proclamas y de manifiestos. Los textos habían sido tachados en su mayoría, al irse haciendo evidente su inutilidad, y el pie de las hojas aparecía cubierto de vagos dibujos geométricos, garabateados maquinalmente por los ministros mientras escuchaban sin esperanza los proyectos quiméricos que presentaban sus colegas uno tras otro.

Recogí una de estas hojas, donde se puede leer, escrita de puño y letra de Konolov, la siguiente frase: “El gobierno provisional pide a todas las clases que sostengan al gobierno…”

(…) Salimos a la noche helada, estremecida y con el rumor de tropas invisibles, surcada por patrullas. Del otro lado del río, donde se alzaba la masa sombría de Pedro y Pablo, se elevaba un ronco clamor. Bajo nuestros pies la calzada estaba alfombrada de escombros de estuco de la cornisa del Palacio, el cual había recibido dos granadas del crucero Aurora. No habían pasado de ahí los daños causados por el bombardeo.

Eran las tres de la madrugada. En la Nevski lucían nuevamente todos los faroles de gas, el cañón de tres pulgadas había sido retirado y sólo los guardias rojos y los soldados en cuclillas alrededor de las fogatas recordaban todavía la guerra. La ciudad estaba tranquila, como quizás no lo había estado nunca en el curso de su historia: ¡Ni un crimen, ni un robo fueron cometidos en esta noche!



Lenin preside el Consejo de Comisarios del Pueblo. Foto: State museum of political history of Russia


(PROCESO/ JOHN REED/ 24 OCTUBRE, 2017)

EL INCURABLE VIRUS DEL PERIODISMO


París.- Sólo siete años dura la meteórica carrera periodística de John Reed.

Empieza con la Revolución Mexicana, la cual el reportero-escritor plasma en México insurgente y acaba con la rusa, a la que dedica un libro magistral: Diez días que estremecieron al mundo. Un siglo después de su publicación, ambas obras siguen siendo referencias imprescindibles.

A priori nada predestina a este joven burgués egresado de Harvard a sumergirse en el caos del mundo ni a convertirse en “periodista comprometido”, anticipando la figura del “intelectual comprometido” que encarnarán 30 años más tarde Jean Paul Sartre y Albert Camus.

Reed nace en Portland el 22 de octubre de 1887. Una enfermedad de los riñones lo obliga a pasar en cama largas temporadas de su niñez y adolescencia, con la sola compañía de libros de poesía y novelas. En ese confinamiento nacen su pasión por la literatura y su ambición por convertirse en “escritor rico y famoso”.


En 1900 su padre, acomodado hombre de negocios, indignado por la corrupción que impera en el estado de Oregón, se involucra de lleno en la campaña de moralización de la vida pública lanzada por Theodore Roosevelt y asume altas responsabilidades en el Servicio de Alguaciles de Estados Unidos.

Cambia de inmediato el estatus de la familia que la élite social y económica de Portland condena al ostracismo por considerar a Charles Jerome Reed como un traidor. La fuerza de carácter de su padre, fiel a sus principios y valores, impresiona a John Reed, quien nunca olvidará esa lección de vida.

Según cuenta el historiador Theodore Draper en Las raíces del comunismo americano (1957) y contrario a lo que se suele afirmar, a lo largo de sus cuatro años de estudios en Harvard, Reed no se interesa particularmente por la política y sólo se asoma de vez en cuando al club socialista del campus.

En cambio, destaca como estrella del equipo universitario de futbol y no se pierde ninguna cátedra de Charles Townsend Copeland, brillante profesor de literatura, escritor, poeta, crítico literario a quien Reed dedica México insurgente.

Otro personaje capital en la vida de Reed, el periodista Lincoln Steffens, amigo íntimo de su padre y de Copeland, guía sus primeros pasos en Nueva York. Lo introduce en el efervescente medio intelectual y artístico anticonformista de Greenwich Village, le consigue trabajo en la American Magazine, revista bimensual de investigación de amplio tiraje y lo presenta con el dinámico grupo de escritores y activistas que animan The Masses, revista mensual cultural y política de izquierda radical.



Francisco Villa. “Estrella del periodismo estadunidense”. Foto: Especial

A CONTRACORRIENTE

Reed hace sus pininos como reportero el 27 de enero de 1913 en Paterson, New Jersey, cubriendo la huelga de los obreros de la fábrica de seda de esa ciudad. Es un auténtico bautizo de fuego, pues el reportero acaba golpeado, detenido y encarcelado. Apenas liberado, organiza una fiesta de solidaridad con los huelguistas en el Madison Square Garden para ayudarlos económicamente.

Con ese gesto inaugura su carrera reporteril dando deliberadamente la espalda al periodismo distanciado y objetivo. Sin dejar nunca de ser analítico, Reed es empático y apasionado. Escribe con la razón y el corazón.

En diciembre de ese año, la Metropolitan Magazine, revista política y literaria mensual de Nueva York, le pide seguir “la hazaña” de Pancho Villa y sus tropas. Carl Hovey, director de la publicación, confiesa que la serie de crónicas de su enviado especial a México rebasa todas sus expectativas. El éxito es inmediato.

México insurgente, recopilación de esas crónicas, ampliada con materiales inéditos, se publica en 1914 y convierte a su autor en estrella del periodismo estadunidense. Lo solicitan numerosos medios de prensa. Reed trabaja como loco y no tarda en ser uno de los reporteros mejor pagados del país.

Llega la Primera Guerra Mundial. Reed, al igual que sus compañeros de izquierda, la denuncia como “un vil conflicto de intereses capitalistas que sangra a los pueblos europeos”. Los reportajes que realiza para las revistas The Masses y Metropolitan Magazine en los frentes de guerra de Francia y Alemania en 1914 y luego en los de Rusia, Serbia, Rumania y Bulgaria en 1915, lo trastornan y consolidan sus convicciones antibelicistas.

Escribe el reportero en una crónica publicada en The Masses en marzo de 1915: “Podría llenar páginas y páginas con los horrores que esa Europa civilizada se está infligiendo a sí misma. Podría describirles la calles lúgubres, oscuras y silenciosas de París en las que cada diez metros uno se tropieza con ruinas humanas y hombres enloquecidos por lo que vivieron en las trincheras.

“Podría describirles ese gran hospital de Berlín lleno de soldados alemanes que se volvieron locos sólo con escuchar los alaridos de dolor de miles de rusos heridos ahogándose en los pantanos de Prusia Oriental después de la batalla de Tannenberg”.

Según Draper, es esa inmersión física en la carnicería de la Primera Guerra Mundial la que forja en forma definitiva la conciencia política socialista de John Reed.

Mientras más pasan los meses, más antibelicistas se tornan sus crónicas. Se molestan los jefes de redacción de los medios de prensa para los que escribe y las autoridades políticas del país empiezan a tenerlo en la mira.

A partir de 1916 Reed navega a contracorriente: Estados Unidos está a punto de involucrarse en el conflicto mundial y un viento de patriotismo exacerbado sacude a todo el país. El periodista ya no tiene casi dónde escribir y opta por apartarse de Nueva York.

Se casa con Louise Bryant, periodista tan comprometida como él, y la pareja se instala en Princetown, un pequeño puerto de Massachusetts, en el que vive una comunidad de artistas y escritores, entre quienes destaca Eugene O’Neill.

El ambiente intelectual es estimulante. Reed y Bryant escriben poesía y obras de teatro, pero no los suelta el virus del periodismo. Lincoln Steffens percibe su frustración y les aconseja viajar a Rusia, donde “están ocurriendo cosas fuera de lo común”.



El periodista John Reed y su esposa Louise Bryant. Periodismo militante. Foto: Especial

“REVOLUCIONARIO APASIONADO”

Amigos, colegas y “mecenas” juntan dinero para ayudarlos a costear su viaje. La pareja sale de Nueva York el 17 de agosto de 1917 y llega un mes más tarde a Petrogrado. La entonces capital rusa está en plena ebullición.

Muy pronto los dos reporteros se meten en todas partes. No hablan ruso, chapurrean francés, cuentan con pocos contactos, pero tienen una curiosidad insaciable y una mezcla de audacia e ingenuidad que acaba abriéndoles muchas puertas.

Enfatiza Bertram D. Wolfe, biógrafo estadunidense de Lenin, Stalin, Trotsky y Diego Rivera, en Extraños comunistas que conocí (1966):

“Reed se abrió paso en el Instituto Smolny donde los bolcheviques tenían su cuartel general, en la Duma –bastión de la democracia liberal–, en los soviets de obreros y en los de los soldados, en los soviets de los campesinos, en los cuarteles del ejército, en los mítines que se llevaban a cabo en las fábricas, en las marchas callejeras, en las cortes y las salas de conferencias, en la Asamblea Constituyente que los bolcheviques acabaron disolviendo, en el Palacio de Invierno que sólo defendían cadetes y un batallón femenino la noche del 24 al 25 de octubre cuando fue tomado por asalto por los mismos bolcheviques”.

Después de siete intensos meses en Rusia, Reed y Bryant regresan a Estados Unidos. Apenas llegado a Nueva York, el 28 de abril de 1918, Reed es detenido junto con la plana mayor de The Masses. Las autoridades judiciales consideran que las caricaturas y los artículos hostilmente antibelicistas publicados en la revista “socavan el esfuerzo nacional a favor de la guerra” y son “atentatorios a la ley de espionaje”. The Masses queda prohibida, pero no tarda en resucitar con el nombre de The Liberator.

Reed gana los dos juicios abiertos en su contra y batalla seis meses para recuperar el baúl que contiene todo su archivo sobre la Revolución Rusa confiscado por oficiales de aduanas el día de su regreso a Estados Unidos.

El periodista por fin puede sentarse a escribir Diez días que estremecieron al mundo, que publica en marzo de 1919 y presenta como el primer tomo de una trilogía sobre Rusia.

El libro causa conmoción, admiración y mucha polémica en Estados Unidos. Cuenta con dos prefacios elogiosos: uno breve de Lenin, que recomienda “su lectura a todos los obreros del mundo”; y otro, más largo y sutil, firmado por Nadezhda Krúpskaya, esposa y compañera de lucha del líder bolchevique.

Paralelamente a sus actividades periodísticas, Reed se lanza de lleno a la política. Junto con un grupo de camaradas intenta crear una corriente de izquierda radical inspirada por el bolchevismo en el seno del Partido Socialista de América. Es un fracaso. Los disidentes son expulsados y en septiembre de 1919 acaban creando el Partido Comunista de América.


Diez días que estremecieron al mundo, en la edición de Akal.

REGRESO A MOSCÚ

Un mes más tarde Reed emprende un nuevo viaje a Moscú con la intención de recolectar más datos y documentos para los dos tomos que le faltan sobre la Revolución Rusa, pero sobre todo para lograr el reconocimiento oficial de su partido. Por increíble que eso parezca, se ve obligado a salir clandestinamente de Estados Unidos y viajar con identificación falsa, pues su pasaporte sigue confiscado por las autoridades.

En marzo de 1920 intenta volver a Estados Unidos, ilegalmente también, pero es detenido en Finlandia, donde pasa tres meses encarcelado en condiciones muy duras. Sale en junio con la salud quebrantada. Las autoridades finlandesas, ferozmente anticomunistas, no lo autorizan a seguir su viaje a Estados Unidos y lo devuelven a Rusia.

El Segundo Congreso de la Internacional Socialista –que se lleva a cabo en Moscú del 19 de julio al 2 de agosto de ese año– es otra experiencia dolorosa para Reed, que intenta resistir el poder vertical que impone Lenin y la intransigencia de Gregori Zinoviev, presidente de la Internacional Comunista.

Ambos líderes abogan por una nueva estrategia para promover la revolución mundial: pactar en todos los países con los sindicatos establecidos para infiltrarlos y transformarlos desde adentro. Esa decisión indigna a Reed, que exige una discusión sobre el tema. Zinoviev prohíbe cualquier debate.

“Cuando Reed me vino a visitar después del Congreso, estaba hundido en la depresión. Se veía viejo y exhausto”, recuerda en su libro Mi vida de rebelde la famosa revolucionaria Angélica Balabanova, quien acaba tomando distancia de Lenin y deja Rusia en 1922.

A solicitud de Zinoviev y a regañadientes, Reed participa en el Primer Congreso de los Pueblos de Oriente, que se lleva a cabo en Bakú del 1 al 8 de septiembre. El viaje de regreso de Azerbaiyán es agotador y Reed es la sombra de sí mismo cuando llega a Moscú el 15 de septiembre.

Louise Bryant lo alcanza en la capital rusa y se queda impresionada por su estado físico.

Cuenta en una larga carta escrita a Max Eastman, director de la revista The Liberator: “Solamente pudimos pasar una semana juntos antes de su hospitalización. Me pareció envejecido y entristecido. Lo encontré extrañamente apagado y escéptico. Vestía harapos. Estaba tan impresionado por todos los sufrimientos que veía a su alrededor que no aceptaba nada para él. Eso me impactó y me sentí absolutamente incapaz de compartir el fervor al que había llegado”.

Presionado por su esposa, Reed acepta descansar un poco. Caminan en los parques, platican y recobran su infinita complicidad. Visitan a Lenin, Trotsky, Kamenev. Van inclusive a la ópera y descubren nuevas galerías de arte. De repente Reed se derrumba. Tiene que ser hospitalizado de emergencia. El diagnóstico es implacable: padece tifus.

“Es imposible describir los estragos del tifus: el paciente se va convirtiendo en nada ante los ojos de uno”, apunta Bryant.

El 17 de octubre de 1920 fallece John Reed, sólo cinco días antes de cumplir 33 años.

Bryant se desmaya durante sus funerales oficiales, celebrados en la Plaza Roja, a los que asisten Nicolás Bujarin y Alejandra Kolontai, ambos miembros del gobierno, en representación de Lenin, y sólo recobra el conocimiento cuando el ataúd baja a la tierra, al pie del Muro del Kremlin.

Otros dos ciudadanos estadunidenses comparten con Reed el honor de ser enterrados en esa necrópolis: Charles Emil Ruthenberg, líder de la corriente de izquierda del Partido Socialista de América, y William Dudley Haywood, Big Bill, líder del sindicato Trabajadores Industriales del Mundo.

Antes de dejar Moscú, Bryant acude sola, por última vez, a la tumba de Reed. Dos jóvenes soldados paran a su lado.

–¡Ese Reed era realmente un buen amigo! –comenta uno de ellos.

–Atravesó el mundo para estar con nosotros y, pues, fue uno de nosotros –agrega el otro.

Y luego se van.


(PROCESO/ ANNE MARIE MERGIER/ 24 OCTUBRE, 2017)