lunes, 19 de octubre de 2015
EL VIETNAM DE OBAMA
En contra de las metas
establecidas al inicio de su gobierno, el presidente de EU anunció que no
retirará a sus tropas de Afganistán hasta 2017. La decisión de Barack Obama -
ganador del Premio Nobel de la Paz en 2009 - pondrá a este conflicto a un año
de superar a Vietnam para convertirse en la guerra más larga en la que ha
participado EU
A pesar de expresar repetidamente su
rechazo a perpetuar la guerra en el país asiático, el presidente de EU planea
mantener a 5 mil 500 soldados en Afganistán hasta 2017
"Como lo he dicho antes, aunque la
misión de combate de EU en Afganistán tal vez ya ha terminado, nuestro
compromiso con ese país y con su gente persiste"
Barack Obama
Presidente de EU
La guerra de Vietnam duró 17
años. La de Afganistán lleva catorce.
Si se le añaden los otros
catorce que duró la guerra ruso-afgana (1978-1992), en donde Washington apoyó a
los muyahidines que derrotaron a la extinta Unión Soviética, la intervención
bélica del gobierno de EU en Afganistán, es ya la más larga de su historia.
El conflicto dista mucho de
estar resuelto y la Casa Blanca ya anunció que las tropas no saldrán del país
asiático hasta 2017.
De acuerdo a las últimas
declaraciones de Obama, las fuerzas afganas todavía son frágiles y hay riesgo
de que éstas se deterioren. Reafirmó que su gobierno no permitirá que
Afganistán vuelva a ser un refugio seguro para grupos terroristas que planeen
atacar EU.
EL CISNE NO CANTÓ
Estados Unidos tendrá un
nuevo presidente el próximo año. El o la elegida heredarán, como normalmente
pasa, una serie de problemas y conflictos que la administración anterior no
pudo o ni quiso resolver.
Los presidentes salientes de
EU normalmente se concentran, durante sus últimos días al frente del país, en
un tema. Un logro que les permita dejar un legado que englobe con éxito el tono
de su administración. Algunos han tenido más suerte que otros.
Barack Obama llegó a la
presidencia en 2008 con grandes expectativas.
A un año de haber asumido el
cargo obtuvo el Premio Nobel de la Paz por “sus extraordinarios esfuerzos para
fortalecer la diplomacia internacional y la cooperación entre los pueblos”.
Los ocho años de Obama al
frente de la nación más poderosa del mundo no han sido fáciles. La crisis
económica emanada de Wall Street impactó al mundo justo cuando él tomaba las
riendas del país y desde ese momento todo, al parecer, ha ido cuesta abajo.
En 2012, EU se polarizó y
Obama estuvo cerca de perder la presidencia para los demócratas. El poco
carisma de su contrincante Mitt Romney ayudó, pero Obama sólo pudo sacarle
cuatro puntos porcentuales al
republicano.
El legado – el canto del
cisne – del gobierno de Barack Obama prometía ser el retiro definitivo del
ejército estadounidense de Afganistán antes del final de su gobierno. Esto no
sucederá.
A poco más de un año de dejar
la oficina oval, es un hecho que Obama ha decepcionado a muchos de sus
defensores.
Hace un mes, Geir Lundestad,
ex director del Instituto Nobel declaró que darle el premio al presidente de EU
pretendía servir como catalizador para que Obama pudiera cumplir sus promesas
de campaña.
Lundestad y otros coinciden
en que el Nobel de la Paz fue un error y sólo saco de proporción las
expectativas mundiales sobre el futuro desempeño del primer mandatario
afroamericano en EU.
UN MAL CÁLCULO
En su anuncio de la semana
pasada Barack Obama no mencionó a Irak. No obstante, las constantes críticas
que ha recibido Estados Unidos después de retirar a sus tropas de Irak (en dos
ocasiones), para sólo dejar a ese país en un estado de guerra civil severo,
parecen ser la razón detrás de la última decisión del actual presidente.
La decisión de invadir
Afganistán en 2001 fue aprobada por unanimidad en el Congreso. Esto no resulta
extraño en un país que, a pesar de asegurar que la fuerza militar debe ser el
último recurso en un conflicto, la historia y sus guerras preventivas indican
totalmente lo contrario.
En 2001 sólo una diputada,
Bárbara Lee, se opuso al envío inmediato de tropas tras los ataques del 11 de
septiembre.
La congresista defendía el
derecho de EU de protegerse ante genuinas amenazas a su seguridad nacional,
pero en 2001 temía que esa autorización sirviera para perpetuar conflictos
bélicos en Afganistán y en otros lugares.
La diputada Lee apoyó las dos
campañas presidenciales de Obama y durante todo ese tiempo, declaró su rechazo
a mantener lejos de EU a las tropas que intentaban acabar con el régimen
talibán.
En lugar de escuchar a su
partidaria, el presidente ha decidido permanecer en Afganistán con un
contingente de guerra completamente equipado. El mismo que hace menos de un mes
bombardeó por error el hospital de Médicos sin Fronteras en la ciudad de
Kunduz.
INVERSIÓN INEFICIENTE
A todos los argumentos
presentados por aquellos que se opusieron a la invasión de Afganistán en 2001 y
que se oponen a la permanencia del ejército de EU en ese país, se añade el
altísimo costo de la intervención militar.
Según datos recientes, la
guerra en Afganistán ha costado alrededor de
$715 billones de dólares. Cada hora de esta guerra – la cual todavía no
tiene una fecha de finalización clara – le cuesta 4 millones de dólares a los
contribuyentes estadounidenses.
Los resultados: El terrorismo se ha expandido
en el Medio Oriente y en todo el mundo gracias a ISIS y otros grupos
extremistas. En Afganistán el incipiente gobierno democrático no ha podido, a
pesar de la ayuda de Estados Unidos,
contener a los talibanes y el riesgo y, sobre todo, el miedo de sufrir un nuevo
atentado en territorio estadounidense siguen vigentes.
La guerra de Afganistán, así
como la de Irak y la intervención militar de EU en Siria han dejado a su paso
sólo más conflictos sociales y étnicos, los cuales cada vez son más violentos y
difíciles de controlar.
La única guerra que Estados
Unidos había perdido era la de Vietnam. Por muchos años los gobiernos en
Washington se rehusaron a aceptar una derrota inminente en Asia del sur.
A los estadounidenses no les
gusta perder y menos dos veces.
Hoy en día la intervención de
Rusia en Siria, uno de los más grandes rivales de EU, parece superficialmente
más exitosa que el desempeño del ejército norteamericano en Afganistán, en Irak
o en Siria durante los últimos 20 años.
Los detractores del gobierno
de Putin aseguran que Moscú le está ganando la guerra a ISIS, pero quiere
mantener a un dictador que le hace mucho daño al pueblo sirio.
Volviendo a Afganistán, lo
interesante es que EU, durante la guerra fría, financió y entrenó a los
fundadores del movimiento talibán que ahora se empeña en destruir. Una
contradicción que se evidencia al tan solo recordar al mejor alumno de la CIA
durante la invasión soviética en Afganistán: Osama Bin Laden.
(REPORTE INDIGO/ SERGIO ALMAZÁN - Lunes
19 de octubre de 2015)
VIDA Y MUERTE DE UN EJECUTIVO DE SLIM (PRIMERA PARTE)
La de Adrián Hernández es una
historia de éxito vertiginoso y fugaz, seguido de una estrepitosa caída a un
pozo sin fondo. El pequeño albañil de Delicias, Chihuahua, que superó la
miseria y se convirtió en quien llevó a la empresa telefónica de Carlos Slim a
ser la más importante de Colombia, halló la muerte –presuntamente derivada de
sus excesos con el alcohol y las drogas, combinados con una muy mala salud– en
la indigencia. El pasado 5 de junio encontraron su cadáver en su departamento
bogotano. Ahí se cerró la historia del hombre que lo tuvo todo y lo perdió
todo.
Bogotá (Proceso).- A Adrián
Hernández Urueta la felicidad siempre le fue esquiva, desde su niñez, en
Delicias, Chihuahua –donde fue albañil como su padre–, hasta su muerte en una
habitación desolada en la capital de Colombia.
En este país logró hacer una
fortuna de 7 millones de dólares como ejecutivo descollante del empresario
mexicano Carlos Slim, e hizo algo más insólito aún: dilapidarla en sólo cuatro
años. Quienes lo conocieron todavía no se explican cómo se esfumó ese dinero ni
en qué momento el mundo de Adrián fue ocupado por el desastre.
La policía lo encontró la
mañana del pasado 5 de junio acostado en su cama, cubierto con un par de
cobijas, vestido con una camiseta amarilla, calcetines negros y un pañal
desechable. Tenía la boca entreabierta y los labios transparentados por la
palidez. Su semblante sereno denotaba una muerte sin agonía.
El fallecimiento de Adrián
Efrén Hernández Urueta, a los 54 años, fue noticia nacional. Y no era para
menos. Entre 2001 y 2009 había sido presidente de Comunicación Celular
(Comcel), la empresa telefónica del magnate Carlos Slim en Colombia, y parecía
inaudito que una persona con esos antecedentes muriera sola y en un modesto
“aparta-estudio” alquilado.
El ingeniero, como llamaba a
Slim, lo había enviado a Colombia a sacar adelante una compañía que operaba con
pérdidas. Y Adrián logró ubicarla como líder del sector y como la principal
empresa privada del país, con utilidades por 908 millones de dólares el último
año que la dirigió.
Era un innovador intuitivo y
sagaz, y un ejecutor eficiente. Estos factores fueron decisivos para convertir
a Comcel en la empresa más rentable de Slim fuera de México.
Pero Adrián era un hombre
atrapado en su fragilidad emocional y eso le impidió asumir el éxito con
ponderación y disfrutarlo sin culpas. En la medida en que colocaba a Comcel
como la compañía que mejor capitalizaba el crecimiento exponencial de la
telefonía celular en Colombia, se enredaba en una vorágine de excesos y
desatinos que lo llevarían al precipicio.
Él decía que era un hombre
fiel… pero con sus novias, no con su esposa Martha Imelda Villalobos Moreno,
quien siempre supo de sus aventuras. Cada día se hicieron más frecuentes sus
ausencias nocturnas del hogar, el consumo de alcohol y drogas y sus parrandas
con amigos ocasionales.
Aunque en la empresa lo
avalaban los resultados, comenzó a tener roces con el yerno de Slim, Daniel
Hajj Aboumrad, quien además de estar casado con Vanessa Slim, hija del segundo
hombre más acaudalado del mundo, es director general de América Móvil, la casa
matriz de Comcel.
Llegó un momento en el que a
Adrián eso no le importó. En Colombia formaba parte del primer círculo del
poder económico y cada vez que lo requería era atendido por los ministros de la
época y por el entonces presidente Álvaro Uribe Vélez (2002-2010). En sus giras
por el interior era recibido como visitante ilustre por gobernadores, alcaldes
y comandantes regionales de la policía y del Ejército.
Ese trato de celebridad
pública hizo aflorar sus rescoldos de soberbia. Para algunos de sus amigos, esa
fue una manera de sobreponerse a los lastres de su pasado humilde, que muchas
veces lo hicieron sentirse disminuido en el clasista mundo corporativo.
Uno de ellos recuerda que
cuando llegó a Comcel, Adrián quedó muy impresionado por la preparación de los
altos mandos de la empresa. Todos eran ejecutivos formados en las principales
universidades privadas de Colombia y la mayoría tenía posgrados en el
extranjero.
“Si supieran que yo soy un
pinche contador de universidad pública”, comentó después en medio de una
borrachera.
Era contador público por la
Universidad Autónoma de Chihuahua (UACH) y desde los nueve años hasta los
primeros semestres de la carrera había sido albañil en Delicias.
Era un estudiante destacado y
un lector persistente. Don Abel Hernández, su padre, albañil, fomentó en todos
sus hijos –Abel, Yolanda, Adrián, Patricia y María del Refugio– la afición por
la lectura. Les leía en voz alta un diccionario para enseñarles el significado
de las palabras.
Él creía que esas lecciones
caseras, un poco de educación formal y el trabajo duro eran herramientas más
que suficientes para enfrentar la vida.
De su infancia, Adrián
recordaba con mucha viveza las carencias económicas y los fragorosos rigores de
la disciplina paterna. Lloraba al hablar de las golpizas que les daba don Abel.
Su único hermano varón, el primogénito, perdió un oído en una de ellas, y huyó
de su casa cuando era todavía un adolescente.
LAS MARCAS DE LA POBREZA
Adrián era el tercero y el
más inquieto de los cinco hermanos. Desde niño tenía un espíritu exaltado que
lo impulsaba a batallar por la vida.
Como en ocasiones se acostaba
con hambre en un viejo sillón que fue su cama durante años, decidió vender
paletas de limón por las tardes y los fines de semana en la avenida 21
Poniente, de Delicias, para que en casa no faltara de comer. Por eso también decidió
trabajar con su padre en las obras.
Con esas experiencias
tempranas, Adrián quedó marcado por los resabios opresivos de la pobreza. Y a
los 10 años se propuso salir de ella. Un día caminaba por el centro de Delicias
y vio a un hombre de traje, corbata y portafolios bajar de un Ford Galaxy que
le pareció un trasatlántico. “Cuando sea grande quiero ser como él y tener un
carro así”, le dijo a su mamá, Rita Urueta.
Ella le aseguró que con
estudio y trabajo era posible lograr ese objetivo. Años después Adrián le contó
esto a una amiga colombiana con la que solía pasar largas veladas tomando
whisky Jack Daniel’s, su bebida favorita. Le dijo que ese consejo le quedó
grabado y que desde entonces se esmeró en llevarlo a la práctica.
Nunca sintió por nadie el
amor que le tuvo a doña Rita. Sufría con ella las durezas de macho de don Abel
y el gusto inexorable de su padre por las mujeres que se le cruzaban en el
camino.
Cuando Adrián tenía 14 años,
don Abel llegó un día a casa a empacar su ropa y se fue a vivir con otra
señora. Aunque siguió a cargo del sustento, la familia quedó rota. A pesar de
ello, Adrián siempre sintió por su padre una veneración sosegada y melancólica.
A su madre la perdió cuando
tenía 19 años. Él estaba en Manzanillo trabajando como albañil en la
construcción del hotel Maeva cuando le avisaron del deceso. Enfrentó la
pérdida con una borrachera de una semana. Bebió tanto que ni al sepelio pudo
llegar.
Adrián comenzó a estudiar
agronomía en Delicias, pero desistió luego de un semestre y optó por la
contaduría. Cursó toda la carrera sin el beneplácito del padre, quien estaba
empeñado en que su hijo fuera contratista de la construcción.
Entre su abuela Refugio y su mamá Rita.
Fragilidad emocional. Foto: Archivo familiar
En 1982, luego de trabajar
como auxiliar en dos despachos contables, fue contratado como administrador de
la Unidad Regional de Culturas Populares en la ciudad de Chihuahua. Y
posteriormente, entre 1985 y 1991, fue contralor de un grupo hotelero con base
en esa ciudad.
Entretanto, concluyó su
carrera universitaria y se casó con Martha Imelda, una estudiante de enfermería
de la UACH, luego de que ella quedó embarazada. Varias veces comentó a sus
amigos más cercanos que no se casó enamorado.
Pero su compadre recuerda que
la paternidad le sentó bien. En una foto de su graduación aparece con su hijo
mayor, Aldros, en brazos. El bebé tenía entonces seis meses.
El ingreso de Adrián a
Telcel, el operador de telefonía móvil de Slim en México, ocurrió en 1991,
cuando un directivo de la compañía lo incorporó como gerente de administración
de la sede regional en Chihuahua. En esa época compró su primera casa con un
crédito hipotecario. Era cómoda y marcaba su despegue social. Ya era un
ejecutivo en ascenso pero iba por más.
“Me pagaban para encontrar
soluciones, no para dar problemas. Me gustaba trabajar en equipo y platicar con
los empleados. Así fui ascendiendo en mis trabajos”, le contó Adrián el año
pasado al experto en nuevas tecnologías Orlando Rojas Pérez, quien dirige el
portal tecnológico colombiano Evaluamos.com.
Un programa que aplicó en
Chihuahua contra la clonación de teléfonos celulares le abrió las puertas del
corporativo de Telcel en la Ciudad de México, a donde llegó en 1996 como
gerente de Control de Fraude Celular.
En esa época murió su hijo
Aldros, de 11 años. El niño viajaba en la parte trasera del auto familiar
cuando un camión los embistió en la autopista México-Querétaro. Sobrevivieron
Adrián, Martha Imelda y Allen, su segundo hijo. El niño fue sepultado en el panteón
municipal de Delicias.
Un año después Slim lo envió
a Guatemala para hacerse cargo de la primera filial de América Móvil en el
extranjero. La habilidad del ejecutivo para encontrar soluciones prácticas,
ingeniosas y de bajo costo a asuntos operativos complejos había llamado la
atención del empresario. En seis meses colocó a la compañía como el segundo
operador de telefonía móvil en ese país.
En 2000 Slim lo designó
vicepresidente comercial de Telcel en México. Y un año después, en septiembre
de 2001, lo mandó a Colombia como presidente de Comcel, una compañía recién
adquirida a Bell Canada y a Southwestern Bell Communications y que ese año tuvo
pérdidas operacionales por 37 millones de dólares. Adrián tenía 40 años.
En Colombia, una de las
primeras medidas de Adrián fue crear una gran cadena nacional de centros de
atención y ventas al usuario. En muchos rincones del país, hasta hoy, hay un
local con la marca de Slim.
Además desarrolló la más
amplia red de telecomunicaciones móviles de Colombia, la única con presencia en
todos los municipios.
Así, Comcel pasó de 1.9
millones de clientes en 2001 a 27.6 millones en 2009, último año que Adrián
presidió la empresa.
Cuando él salió, la filial
colombiana de América Móvil dominaba 67% del mercado, era la segunda compañía
más importante del país –detrás de la estatal petrolera Ecopetrol– y su
fortaleza era tanta que las autoridades comenzaron a poner límites a su
crecimiento con nuevas regulaciones.
Durante los ocho años que
Adrián manejó Comcel, la compañía generó utilidades operacionales por 3 mil 154
millones de dólares.
Una de las quejas frecuentes
de Adrián cuando estaba borracho era que Slim fue renuente a reconocer sus
aciertos. El ingeniero era parco con su hombre en Colombia y él lo atribuía a
que, en la lógica del multimillonario, cualquier elogio podría llevar a sus
ejecutivos a bajar la guardia.
La
vida de adrián, una fiesta. foto: archivo familiar
Infelices, pero ricos
En 2007, cuando Comcel tenía
el triple de clientes que Telefónica, su más cercano competidor–, Adrián ya no
era el mexicano accesible y sencillo que había llegado a Colombia.
Además de soberbio, se
convirtió en un asiduo bebedor de whisky, consumidor de drogas y mujeriego
voraz. También ganó fama de ser poco escrupuloso en el manejo corporativo y de
encumbrar en la empresa a sus amantes.
El año 2007 fue especialmente
tenso para él, pues el tiempo y la competencia acosaban a Comcel en la carrera
por la construcción de la red 3G (tercera generación), que permitiría el uso de
internet de banda ancha en dispositivos móviles.
En su casa la situación iba
peor. A los pleitos con su esposa por sus infidelidades y por sus desmesuras en
los más conocidos antros de Bogotá, se sumaron los reclamos de su hijo Allen,
entonces de 16 años y quien cerró filas con la mamá.
Los amagos de divorcio
estaban presentes en cada discusión, pero ni Martha Imelda ni Adrián estaban
decididos a poner fin a esa perturbadora sociedad conyugal llena de lujos,
ostentación, autos blindados, escoltas, actos sociales, poder y viajes a todo el
mundo.
Eran infelices, pero a fin de
cuentas ricos, y eso era coherente con su objetivo de progresar en la vida. El
amor, decía Adrián, es un asunto de amantes impetuosos, no de un matrimonio con
hijos.
En medio de las tensiones
corporativas y domésticas, el poderoso presidente de Comcel acudió a un
psiquiatra. Quería algo rápido y efectivo para combatir el estrés y acabar con
su insomnio.
El especialista le recetó
Rivotril, un tranquilizante, ansiolítico y anticonvulsionante conocido como la
droga del siglo XXI por su extendido uso entre ejecutivos, empresarios,
políticos, artistas y amas de casa de altos ingreso que buscan un relajante
discreto –no enrojece los ojos ni causa resaca– y que puede adquirirse en la
farmacia de la esquina.
Adrián comenzó a tomar 30
gotas de Rivotril al día y al cabo de un mes lo consumía por frascos que
dosificaba a lo largo de sus extenuantes jornadas de trabajo. La droga le
causaba estragos al combinarla con alcohol, por lo que usaba cocaína para
volver a levantar el vuelo.
Un empresario con el que
cultivó una amistad lo veía como un hombre exitoso, acaudalado y con poder,
pero acosado por una pesadumbre interior.
“Tenía un rictus muy especial
en el rostro. Se le notaba una incomodidad, una tensión. Yo sólo lo veía relajado
en las reuniones pequeñas, de familia, cuando íbamos a almorzar con los hijos a
El Pórtico (un restaurante campestre en las afueras de Bogotá)”, asegura el
empresario, que pidió el anonimato.
EL “PATITO NEGRO”
En 2008, cuando Comcel puso
en operación la red 3G antes que sus competidores, Adrián se había convertido
en un empleado incómodo para Daniel Hajj, yerno de Slim y director general de
América Móvil.
De los 400 centros de
atención y ventas que entonces tenía Comcel, 340 eran manejados por distribuidores
y concesionarios con los que Adrián, según sus críticos, hacía tratos
discrecionales y negocios opacos.
Adrián, sin embargo,
explicaba la inquina que se generó contra él con un relato que sus compañeros
de parranda escucharon muchas veces. De acuerdo con la narrativa que desarrolló
el ejecutivo chihuahuense, en las empresas, como en la vida, los orígenes
sociales son definitorios.
Decía que los gerentes de
apellidos aristocráticos acaban creando burocracias para mantener el poder en
detrimento de las empresas. Adrián los definía como “los patitos amarillos”.
Él, en cambio, se consideraba un “patito negro” por su procedencia humilde y
por ser producto de la educación pública. Pensaba, además, que los “patitos
negros” eran más creativos e innovadores.
“Los ‘patitos amarillos’ no
dejan pasar a los ‘patitos negros’ y se inquietan cuando los ‘patitos negros’
comenzamos a hacer cosas que los ponen en evidencia”, le dijo a Pérez Rojas.
Adrián contaba que esa
realidad corporativa y su propia arrogancia acabaron por convertirlo en el
“enemigo público número uno” de los “patitos amarillos” que rodean a Hajj, con
quienes sostuvo fuertes enfrentamientos que acabaron por enemistarlo con el
yerno de Slim.
A principios de 2009 Adrián
era un hombre atribulado por la virulencia de las guerras que peleaba en varios
frentes. A los problemas en casa y a los enfrentamientos con los “patitos
amarillos”, se sumó una investigación interna promovida por ellos. Lo acusaban
de haber cometido un fraude por 47 millones de dólares.
El Jack Daniel’s, el
Rivotril, la cocaína, sus amores de una noche y las obnubilaciones del éxito le
complicaban más la vida. Sólo contribuían a exaltar los estragos de su
existencia desbocada.
El 24 de agosto de ese año,
mientras se encontraba en un viaje de trabajo en México, América Móvil le
retiró los escoltas y los vehículos blindados, al igual que a su familia, que
estaba en Colombia, y le comunicó que la empresa había prescindido de sus servicios.
El equipo de seguridad de Comcel recibió instrucciones para prohibirle el
ingreso a la compañía, retirar sus computadores a fin de someterlos a revisión
y sellar su oficina.
Ante la inminencia de una
denuncia por fraude en su contra, Adrián contrató a uno de los mejores abogados
penalistas de Colombia, Jaime Lombana, cuya intervención produjo un efecto
disuasivo en Comcel.
El ejecutivo mexicano dijo
muchas veces que nunca se quedó con los 47 millones de dólares en que se llegó
a estimar –sin que nunca hubiera una denuncia formal– el daño patrimonial que
había causado a la empresa.
A finales de agosto de 2009
tuvo su última conversación con Slim. Fue por teléfono, según contó a Rojas
Pérez, y en ella advirtió al que entonces figuraba en la lista de Forbes como
el tercer hombre más rico del mundo: “Si usted me chinga, yo lo chingo a usted.
Tengo toda la información de Comcel”.
El ingeniero le colgó de
inmediato.
Y América Móvil liquidó con 5
millones de dólares a Adrián por sus 17 años y 11 meses de labores en las
empresas de Slim, los últimos ocho años como presidente de Comcel.
Nadie en los círculos
empresariales dudó de que los factores determinantes en esa negociación fueron
el temor de Comcel al costo en imagen que podría tener un escándalo mediático y
la preservación de los secretos corporativos que Adrián había acumulado.
Con Gómez Palacio, presidente de Telefónica, y
Slim. Secretos corporativos. Foto: Archivo El Tiempo
Un largo viaje
Con una fortuna que sus
amigos calculan en 7 millones de dólares –la suma de su liquidación y lo que
había logrado acumular como uno de los ejecutivos mejor pagados de Colombia–,
el desempleo fue asumido por Adrián como la oportunidad para probar suerte en
el mundo empresarial en forma autónoma, darse un respiro y viajar por el mundo
como millonario.
Tras invertir en una empresa
de autos de lujo y vehículos blindados, él, Martha Imelda y sus hijos Allen,
Ethan y Adriana (de 18, ocho y siete años, respectivamente) fueron a París y se
instalaron en una suite del hotel Ritz. Fue la base de un viaje por el mundo
que duró meses.
En las postrimerías del
recorrido por el mundo, durante una escala en el Ritz de París, Adrián comenzó
a sentir temblores en la mano y el pie izquierdos.
De regreso a Bogotá, a
mediados de 2010, fue a ver a un médico y el diagnóstico fue brutal. Tenía
párkinson. Acudió con los mejores neurólogos colombianos y todos coincidieron
en que sólo podía aspirar a atenuar los síntomas. Los exámenes médicos
revelaron que también padecía diabetes, hipertensión, apnea del sueño e
hipotiroidismo.
Adrián optó por el encierro y
por ensimismarse en la depresión que le provocó descubrir la ruina de su salud.
Durante un año y medio pasó mucho tiempo en su departamento de 1 millón de
dólares en el club residencial Altos de Montearroyo, en medio de una reserva
forestal del norte de Bogotá.
Allí veía televisión, trataba
de combatir su decaimiento con whisky y drogas y algunas noches salía a buscar
cobijo en prostitutas y antiguas amantes.
Contaba a sus amigos que
durante esos meses los pleitos con su esposa y su hijo Allen se agudizaron. En
ese entorno de hostilidad doméstica, le fue imposible poner orden a las
finanzas familiares.
Adrián ya no era presidente
de Comcel, pero los Hernández Villalobos actuaban como si lo fuera. Tenían
autos blindados, escoltas y tarjetas de crédito ilimitadas, que usaban lo mismo
en Bogotá que en Nueva York y Miami.
En 2012 ese nivel de gastos y
una decena de inversiones mayoritariamente improductivas habían hecho pequeñas
las otrora rebosantes cuentas bancarias.
Adrián ya no era el ejecutivo
vigoroso y en forma que nadaba una hora diaria, jugaba golf y tenis en el
Country Club de Bogotá y recurría a la liposucción para eliminar los gorditos.
Pesaba 150 kilos y su cuerpo acentuaba los síntomas del párkinson. Tenía
dificultad para hablar, se movía con lentitud y su brazo y su pierna izquierdos
mostraban una temblorina. Le avergonzaba que lo vieran en público…
MAÑANA, SEGUNDA PARTE.
(PROCESO/ REPORTAJE ESPECIAL/ RAFAEL CRODA/ 16 DE
OCTUBRE DE 2015)
VIDA Y MUERTE DE UN EJECUTIVO DE SLIM (SEGUNDA PARTE)
La de Adrián Hernández es una
historia de éxito vertiginoso y fugaz, seguido de una estrepitosa caída a un
pozo sin fondo. El pequeño albañil de Delicias, Chihuahua, que superó la
miseria y se convirtió en quien llevó a la empresa telefónica de Carlos Slim a
ser la más importante de Colombia, halló la muerte –presuntamente derivada de
sus excesos con el alcohol y las drogas, combinados con una muy mala salud– en
la indigencia. El pasado 5 de junio encontraron su cadáver en su departamento
bogotano. Ahí se cerró la historia del hombre que lo tuvo todo y lo perdió
todo. A continuación la segunda parte del reportaje.
VUELTA A LAS ANDADAS
A finales de 2012 encontró
alivio en unos parches alemanes que se adhieren a los brazos y que ayudan a
atenuar los síntomas del párkinson. Esa medicina, y una rutina de ejercicios
que le recomendó una neuróloga y que él siguió con disciplina, lo animaron a
superar el sedentarismo.
Incluso a principios de 2013
viajó a Mazatlán para internarse en Oceánica, centro para tratar adicciones.
Pero la efímera desintoxicación sólo le sirvió para regresar a Colombia con un
nuevo ímpetu que lo llevó a reencontrarse con la frenética vida de los centros
nocturnos bogotanos.
Todo en su vida estaba de
cabeza. Como quedó impedido para incursionar cuatro años en el sector de las
telecomunicaciones como parte de su acuerdo de liquidación con América Móvil,
se había metido en negocios desconocidos que no rendían los dividendos que
esperaba. Sobre todo porque delegó su manejo en personas que aprovecharon su
desorden.
La empresa de arrendamiento
de autos de lujo y camionetas blindadas se convirtió en un barril sin fondo por
el que se esfumó una parte importante de su fortuna. El resto se le fue en
mantener el estatus familiar, en pequeños malos negocios, en sus amantes y en
parrandas descomunales.
De acuerdo con una conocida
de Martha Imelda –quien pidió el anonimato–, ésta le aseguró que Adrián era un
hombre en tal descontrol, que llegó a meter mujeres al departamento de Altos de
Montearroyo y a consumir droga delante de sus hijos menores, Ethan y Adriana,
quienes entonces tenían 12 y 11 años, respectivamente.
El 5 de marzo de 2013, cuando
cumplió 52 años, Adrián se perdió durante tres días con una amiga con la que
celebró la fecha en restaurantes, bares, discotecas y un hotel cinco estrellas
del norte de Bogotá.
Él contaba que regresó a casa
con dificultades para respirar y exhalando un vaho de podredumbre. Su esposa y
Allen le pidieron que se marchara. En una maletita empacó tres mudas de ropa.
Pidió un taxi y se fue.
Le dejó a Martha Imelda los
últimos saldos de las cuentas bancarias y los dividendos de una inversión. La
venta del departamento de Altos de Montearroyo no era opción para evitar la
quiebra, pues estaba hipotecado.
En los últimos meses, el
expresidente de Comcel había subvencionado su vida de vértigo empeñando las
joyas de Martha Imelda, sus relojes suizos y artículos electrónicos que extraía
de su casa. Eran los restos de la opulencia, que también desaparecían con
rapidez.
Un consultor empresarial –que
pidió omitir su nombre– se encontró con Adrián cuando este se había instalado
en una pensión precaria en el centro de Bogotá.
“No tenía un peso en la bolsa
y estaba muy deteriorado, mal, muy gordo, tembloroso. Hablaba con dificultad,
olía a alcohol y se le notaba un guayabo tenaz (resaca terrible). Yo le invité
el desayuno, un café, y le di un dinero. La pensión donde vivía era inmunda. Me
dio mucha tristeza verlo así”, asegura.
A lo largo de 2013 Adrián
había de reeditar muchas veces las noches de su niñez en que se iba a dormir
con hambre. A finales de ese año pesaba 30 kilos menos que cuando salió de
casa. En una ocasión que se quedó sin dinero y no consiguió un préstamo para
pagar un hotel, llegó a dormir en una banca del Parque Nacional, en las
inmediaciones del centro de la ciudad.
Pero apenas conseguía algún
préstamo, lo dilapidaba en las guaridas de diversión nocturna que frecuentaba
cuando era presidente de Comcel.
Una de esas noches
atrabancadas conoció a Yuli, una treintañera grande y llamativa de la
suroccidental Tuluá. A ella, que pasaba cortas temporadas en Bogotá y regresaba
a su ciudad, le llamaron la atención la personalidad mundana de Adrián y su
historia de sueños fallidos. Lo ayudó a buscar un cuarto barato donde pasó
algunos días.
Cuando Adrián cumplió 53 años
su vida estaba impregnada por un tufo de catástrofe. Ese día lo pasó bebiendo
con otra amiga que le había dado albergue en un pequeño departamento del barrio
7 de agosto, donde proliferan los talleres mecánicos y el comercio de
autopartes robadas. Era el miércoles 5 de marzo de 2014 y esa semana se cumplía
un año de haber salido de su casa.
A finales de abril contactó
al director del portal tecnológico Evaluamos.com, Orlando Rojas Pérez, mediante
un mensaje de texto. Quería números telefónicos de directores de empresas de
telecomunicaciones, para ver si alguno de ellos le daba empleo. Ya habían
pasado los cuatro años de restricción que le impuso Comcel en su liquidación
para laborar en ese sector.
Orlando le propuso ir a desayunar
al día siguiente para darle los teléfonos y entrevistarlo.
“Pero usted invita –le dijo
Adrián– porque yo no tengo dinero”.
El 3 de mayo de 2014 Orlando
publicó en Evaluamos.com una entrevista con Adrián en la que contó pormenores
de su salida de Comcel y dijo que estaba preparado para volver al sector de las
telecomunicaciones. Era un mensaje inequívoco para que sus antiguos
competidores le abrieran las puertas.
A mediados de mayo, la amiga
del departamento del barrio 7 de agosto le comunicó que debía marcharse porque
recibiría una visita.
El sábado 31 de mayo estaba
en un parque con sus pertenencias en cajas de cartón. La cabeza le dolía tras
una noche azarosa. Mientras comía un sándwich, decidió que se iba a suicidar.
En ese momento recibió una llamada
de una exejecutiva de Comcel. Ella le pagó tres días de hospedaje en un hotel
del norte de la ciudad y le dio dinero para comer. En un supermercado, compró
una botella de Jack Daniel’s y un paquete de hojas de afeitar. Luego ingresó a
una Iglesia.
Adrián contó después a sus
amigos que ya en el hotel, cuando se iba a sentar bajo la ducha con una hoja de
afeitar para cortarse la arteria radial de la muñeca izquierda recibió una
llamada. Era un conocido de parrandas que lo invitó a una fiesta sabatina de
hombres solos en la que habría prostitutas.
“Como buen sibarita, no me
quería perder esa fiesta”, aseguró.
En la reunión se reencontró
con Yuli y la pasó bebiendo y charlando con ella. Para él fue motivante saber
que, aún con sobrepeso y con las limitaciones que le provocaba el párkinson,
podía llamar la atención de una mujer hermosa y 20 años menor que él.
Lo vieron salir de la fiesta
con ella del brazo, pero antes, el anfitrión de la velada le dio el número
telefónico de un empresario que lo quería ayudar.
Adrián Hernández y sus amigos. Excesos y
desatinos. Foto: Archivo familiar
Fue una noche que el
chihuahuense interpretó como premonitoria. Varias veces contó a sus amigos que
el reencuentro con Yuli y la expectativa de una ayuda inesperada lo hicieron
desistir del suicidio.
Yuli regresó el domingo a
Tuluá con la promesa de seguir en contacto. Al día siguiente, Adrián acudió a
una cita en un café del centro comercial Unicentro con el empresario interesado
en solidarizarse con él.
Don Alberto, como pidió el
empresario que se le identificara en esta historia, había conocido a Adrián
cuando éste accedió a recibirlo unos minutos en su época de presidente de
Comcel. Y nunca olvidó esa deferencia.
–¿Qué necesita? –preguntó don
Alberto a Adrián.
–Comer y vivir en algún sitio
–respondió–. Mañana tengo que dejar el hotel que me pagó una amiga.
Don Alberto caminó hacia un
cajero automático y retiró 1 millón de pesos colombianos, unos 500 dólares en
esa fecha.
–Tenga esto mientras y en unos
días mando por usted al hotel para llevarlo a otro lugar –le dijo.
El sábado 7 de junio de 2014,
Camilo Beltrán, un joven empleado de confianza del empresario, pasó por Adrián
al hotel del norte de la ciudad, pagó la cuenta pendiente y lo condujo a Quinta
Hidalga, una casa de huéspedes de dos pisos con pequeños “aparta-estudios”
(estudios con recámara y cocineta) amueblados que se rentan por temporadas.
El exejecutivo se acomodó en
una habitación cuya mensualidad, de unos 600 dólares, fue pagada por su providencial
protector.
Durante varios meses don
Alberto se hizo cargo de la renta y los gastos de alimentación de Adrián. El
contrato en la casa de huéspedes, ubicada en un barrio de clase media llamado
Morato, quedó a nombre de Camilo, quien hizo una estrecha amistad con el
exejecutivo mexicano.
Camilo se encargaba de los
pagos, de estar pendiente de sus necesidades y de acompañarlo en su soledad.
“Don Adrián era un hombre muy triste. Le dolía haber perdido a su familia y le
dolía su situación”, recuerda.
Dentro de sus carencias,
Adrián encontró estabilidad en Quinta Hidalga. Tenía techo, comida y nunca le
faltaba su Jack Daniel’s. Por las mañanas salía a tocar puertas en las empresas
vinculadas con el sector de las telecomunicaciones y a gestionar la venta de
unas acciones que habían subsistido a la debacle financiera. José, un taxista
de su confianza, era quien lo transportaba.
El subsidio de don Alberto lo
completaba con los préstamos que a veces obtenía. Un publicista amigo que jamás
hizo negocios con Comcel le facilitó 5 millones de pesos colombianos (2 mil 500
dólares).
Después del mediodía,
almorzaba lo que él mismo preparaba en la cocineta. Por las tardes bebía
whisky, escuchaba música romántica y chateaba por WhatsApp y por su cuenta de
Facebook con sus viejas amistades, su familia y sus examantes.
Entre sus remanentes de
exmillonario tenía una computadora Apple MacBook portátil en la que conservaba
su música y los archivos de sus ocho años en Comcel. Frente a ese equipo, que
posteriormente reemplazó por otro de última generación, pasaba horas
consultando portales de noticias.
La rutina sedentaria y su
gusto por las galletas integrales Tosh, que comía a toda hora, lo hicieron
subir otra vez de peso. El volumen monumental de su barriga delataba los 115
kilos que llevaba a cuestas. La obesidad, el párkinson y una vieja adicción al
cigarrillo lo convirtieron en un enfermo hundido en el sopor.
Pero aunque contaba con ese
servicio, era un paciente indisciplinado y renuente a acatar los tratamientos.
Y era, sobre todo, un hombre que había encontrado en sus apetitos mundanos una
forma irrenunciable de vivir. Esa particularidad se convirtió en un punto de
encuentro con Yuli.
Ella comenzó a visitarlo cada
vez que viajaba a Bogotá y Adrián esperaba con emoción juvenil esos encuentros,
que se prolongaban días. Al poco tiempo, la vivaz curvilínea estaba viviendo
con él.
Flor María Ruiz Moreno, la
empleada de servicio de la casa de huéspedes, dice que algunos días Yuli bebía
alcohol desde la mañana, y que cuando Adrián salía a reuniones para atender sus
asuntos, al regresar la encontraba perdida de borracha.
Eran una pareja vinculada por
sus debilidades y desventuras. La relación era, para ambos, como un vendaval en
el escozor de la carne viva. En sus borracheras él la trataba de “puta” y ella
de “viejo putero (putañero)”.
Con Yuli. Relación tormentosa. Foto: Archivo
familiar
Regreso a México
Martha Imelda no encontró
salidas en Colombia. Y mientras Adrián se sumía con Yuli en la borrasca de la
seducción, ella optó por regresar a México con sus hijos. En la ciudad de
Chihuahua quedaba una casa propia.
La partida definitiva de sus
hijos a México hizo sentir a Adrián un aletazo de pavor. No sólo lo enfrentó al
desafío ineludible de construir una vida para sí mismo en Colombia, sino a la
certeza de la soledad. Yuli actuó en esos momentos como un sedante.
Ese mismo octubre de 2014 el
exejecutivo concretó la venta de un paquete accionario que se hallaba enredado
en un litigio. Por esa operación recibió 613 millones de pesos colombianos,
unos 305 mil dólares.
Lo primero que hizo fue pagar
todas las deudas que había contraído con sus amigos y conocidos. Empezó por
reembolsarle a don Alberto la subvención de los últimos meses.
A finales de noviembre viajó
a Miami a explorar un negocio para distribuir una marca de muebles modulares en
Colombia. Le comentó a Camilo que en 2015 echaría a andar ese proyecto, pondría
una fábrica de auténticas tortillas mexicanas e invertiría en un taller de
confección de fajas.
Al regresar a Colombia se
mudó con Yuli a un “aparta-estudio” más grande, de dos niveles, en el primer
piso de Quinta Hidalga.
Además adquirió un iPhone 6 y
una camioneta Volkswagen Crossfox nueva, que puso a nombre de Yuli. Evitaba
tener propiedades y cuentas bancarias a su nombre pues sus deudas comerciales y
fiscales lo hacían sujeto de embargo.
El dinero que había recibido
en octubre lo manejaba en efectivo, en cheques de caja a su nombre y a través
de una cuenta de ahorros de Yuli.
A mediados de diciembre viajó
con ella a México. En Delicias se la presentó a su hermana mayor, Yolanda, a
quien consideraba su segunda madre.
Ni su propia familia sabe si
fue por prudencia, vergüenza o cobardía, pero Adrián fue incapaz de entregar
personalmente a sus hijos unos regalos que les compró, entre ellos un cachorro
husky siberiano para la pequeña Adriana. Esa tarea la delegó en su sobrina
Íngrid Navarro Hernández.
De vuelta en Colombia, Adrián
y Yuli pasaron unos días en Bogotá y de nuevo hicieron maletas. Viajaron a
Tuluá en la Crossfox para pasar Navidad y Año Nuevo con la familia de ella.
Pero el itinerario del último
mes comenzó a hacer estragos en Adrián. En medio de las celebraciones del Año
Nuevo 2015, Yuli debió internarlo de urgencia en la Clínica San Francisco de
Tuluá. Tenía insuficiencia respiratoria severa y un edema.
El 8 de enero fue informado
por su hermana Yolanda de la muerte de su padre, don Abel. Horas después le dio
un paro respiratorio que lo mantuvo 18 días en la Clínica Rey David, de Cali.
Lo dieron de alta a mediados
de febrero y a finales de ese mes los dos regresaron a Bogotá, ella por
carretera manejando el automóvil, y él en avión. Tomó un vuelo que haría una
escala en la ciudad de Ibagué.
Aunque le dijo a Yuli que
debía pasar un par de días en Ibagué para ver asuntos relacionados con su
negocio de muebles, lo que en verdad tenía planeado era encontrarse con Ángela,
un viejo amor de su época de presidente de Comcel.
El encuentro fue emocionante,
cuenta ella, y quedaron de seguir en contacto.
De nuevo en Bogotá, Adrián y
Yuli tenían días buenos, malos y regulares. Él la acusaba de perder el control
cuando bebía y a ella le resultaba irritante que él pasara horas, en especial
durante sus frecuentes noches de insomnio, chateando por Facebook y WhatsApp
con otras mujeres.
Adrián negaba las acusaciones
y aseguraba que lo que en realidad hacía mientras lograba conciliar el sueño
era escribir su biografía en su nueva Apple MacBook Air portátil de 11
pulgadas. El otro equipo lo usaba para respaldar sus archivos.
Y era verdad que había
comenzado a escribir su autobiografía. De la historia, en la que contaba pormenores
de su niñez, su vida adulta, su paso por las empresas de Slim y su declive,
supieron Yuli, Ángela, Camilo y su exguardaespaldas Óscar Rico, con quien se
reunía frecuentemente.
El 2 de marzo recibió desde
México una noticia fatal: su hermana Yolanda había muerto. Lloró y bebió whisky
varios días, hasta una mañana que se levantó y dijo: “Es hora de ponerse a
trabajar”.
Yuli, sin embargo, comentó a
sus familiares que observaba a Adrián cada vez más irritable y agresivo.
Después de un pleito, ella se fue a Tuluá. En su casa dijo que él la golpeó.
Eran finales de marzo y, ante
la perspectiva de pasar solo la Semana Santa, Adrián invitó a Ángela a Bogotá.
Ella viajó desde Ibagué y
pasaron varios días juntos en Quinta Hidalga, donde Adrián le pidió a su antigua
enamorada darse una nueva oportunidad como pareja. “Yo le dije que sí, que lo
intentáramos, porque me aseguró que ya había terminado con Yuli”, indica
Ángela.
Mientras Yuli estaba en Tuluá
y Ángela en Ibagué, Adrián se descomponía. Sus taxistas de cabecera, José y
Luis Carlos, se encargaban de llevarle compañía, hasta tres prostitutas a la
vez. El propietario de Quinta Hidalga, Bernardo Rozo, le llamó la atención. Le
dijo que el lugar no era un hotel de paso.
Cuando estaba solo, invitaba
a comer a su “aparta-estudio” a Flor, la empleada doméstica, a los taxistas
José y Luis Carlos o a Bernardo. También a albañiles de construcciones cercanas
que lo remitían a su niñez en Delicias.
Flor lo asistía en su
enfermedad. Ella le ponía los zapatos y lo ayudaba a vestirse. También le
cambiaba en el banco cheques de altos montos y le hacía mandados en la tienda
del barrio. Por las noches lo ayudaba a acostarse y le ponía la mascarilla de
oxígeno.
Yuli regresó a Quinta Hidalga
a principios de mayo, pero una semana después volvió a marcharse a Tuluá, esta
vez con la Crossfox, que legalmente era de su propiedad, y con 5 millones de
pesos (unos 2 mil 150 dólares) en efectivo. Adrián, que estaba en la ciudad de
Villavicencio, se enteró de que José, el taxista, le había ayudado a sacar el
vehículo de un garaje cercano, a cambio de dinero. Se decía dolido por la
“traición” de los dos.
En su enojo, Adrián subió a
las redes sociales videos en los que aparecía Yuli desnuda y manteniendo
relaciones sexuales con él.
Días después le pidió a
Ángela, con quien intercambiaba mensajes de voz y texto todos los días, irse a
vivir con él. “Necesito un motivo por el cual vivir”, le dijo.
Acordaron que Ángela dejaría
su empleo el 18 de julio y que ese día Adrián iría por ella a Ibagué para
traerla a Bogotá.
MUERTE SÚBITA
Su autobiografía iba tan
adelantada que a lo largo de mayo dio entrevistas a los principales medios
colombianos, desde la revista Semana hasta Blu Radio y Caracol Televisión. En
ellas hizo referencia a su ascenso y caída como ejecutivo de Slim, a su vida de
excesos y a su voluntad de salir adelante.
El 4 de junio acudió a una
cita médica de rutina y a una consulta odontológica en la que le extrajeron una
muela. Después del mediodía habló con Camilo, quien quedó de ir a almorzar
tacos con él al día siguiente.
Por la tarde, salió con Luis
Carlos al supermercado y regresó alrededor de las siete de la noche. Le comentó
a Flor que ya se iba a acostar porque se sentía cansado. Y a Luis Carlos le
pidió pasar el viernes a las ocho de la mañana por él, pues tenía otra cita
médica.
El viernes 5 de junio Luis
Carlos se presentó a la hora convenida en Quinta Hidalga. Golpeó la puerta,
pero Adrián no abrió.
–Está dormido –le comentó a
Flor–. Tóquele más fuerte.
Como no hubo respuesta, Flor,
que tenía llaves de todos los departamentos, abrió la puerta. Cuando vio a
Adrián recostado en su cama con el rostro blanquecino y sin su mascarilla de
oxígeno, supo que estaba muerto.
Enseguida llamó al número de
emergencias 123. Eran alrededor de las ocho y media de la mañana.
Unos 15 minutos después se
presentaron al lugar dos patrulleros de la Policía Nacional. Los agentes
constataron que Adrián no tenía signos vitales y notificaron el hecho a la
Fiscalía General de la Nación, que a su vez informó al consulado de México en Bogotá.
Cuando Bernardo se hizo
presente en la casa de huéspedes, después del mediodía, ya estaban allí los
médicos forenses Sandra Carolina Silva Puerto y Daniel Peña Ramírez, y la
agente del Cuerpo Técnico de Investigación (CTI) de la Fiscalía, Oliva Gaspar
Tobar.
La agente del CTI inspeccionó
el departamento y los médicos forenses practicaron un examen físico al cuerpo.
Flor y Bernardo les proporcionaron los documentos de Adrián y su historia
clínica, que él guardaba en una carpeta.
Los forenses encontraron
antecedentes de párkinson, hipotiroidismo, apnea del sueño, hipertensión
arterial no controlada, dislipidemia (concentración de lípidos en la sangre) y
obesidad mórbida.
De acuerdo con el informe,
fechado el 5 de junio de 2015 y suscrito por el coordinador médico del grupo,
Daniel Peña Ramírez, “no se evidencian en la escena signos de violencia” ni
“signos de trauma y/o violencia” en el cuerpo.
La muerte de Adrián, señala
el documento de tres páginas, fue “natural, ocasionada por sus múltiples
comorbilidades (coexistencia de varias enfermedades) y su alto riesgo
cardiovascular”.
Los médicos forenses
estimaron que la muerte de Adrián se produjo entre las 11 de la noche del
jueves y las dos de la mañana del viernes, y que fue producto de un paro
cardiorrespiratorio.
“No fue envenenado”, comentó
la doctora Silva Puerto.
Camilo regresó a la casa de
huéspedes cuando Bernardo le avisó que si él no recibía el cadáver de su amigo,
éste sería llevado al Instituto de Medicina Legal.
A la una de la tarde la noticia
ya era conocida en toda Colombia. La radio, la televisión y los portales
informativos le habían dado gran despliegue a la súbita muerte del ex
presidente de Comcel “en una pensión triste y oscura”.
Mientras los peritos
terminaban sus labores, Camilo permaneció en el departamento junto con Flor y
Bernardo. Al hacer un recorrido por el lugar, se dio cuenta de que faltaban las
dos computadoras Apple MacBook de Adrián.
Flor está segura de dos
cosas: que esos equipos estaban allí el día previo al hallazgo del cadáver, y
que ya habían desaparecido cuando ella ingresó al apartamento por primera vez
el viernes 5 de junio.
A las 16:10 horas una carroza
fúnebre se estacionó frente a Quinta Hidalga. Yuli estaba afuera pues Camilo y
Bernardo le impidieron la entrada.
Su hijo Allen llegó de México
esa noche y al día siguiente se presentó en la Quinta Hidalga. Entró por
primera vez al sencillo departamento donde la muerte había sorprendido a su
papá. Recuperó lo que pudo: dinero en efectivo, electrodomésticos, dos
televisores, el iPhone 6 y baratijas, como un cochinito de barro que pintaba
por las tardes el ex presidente de Comcel. Las computadoras nunca aparecieron.
Allen regresó a México con
las cenizas de su padre y con la certeza de que la habitación del difunto había
sido sometida a un pillaje quirúrgico entre la noche del jueves 4 y la mañana
del viernes 5 de junio.
Para Óscar y Camilo fue
descorazonador que el joven no hubiera presentado una denuncia en la Fiscalía.
Sólo así podría iniciarse una investigación del robo y de las circunstancias de
su muerte, pues el caso, judicialmente, está cerrado.
Pero ellos entienden los
apremios de Allen y su familia por ponerle punto final al estremecedor
desenlace de la vida de Adrián.
El sepelio del niño albañil
que llegó a las alturas como ejecutivo de Slim y que terminó en la quiebra por
cuenta de sus excesos fue el jueves 2 de julio en el cementerio municipal de
Delicias, su ciudad natal.
Días después apareció otro
presunto hijo de Adrián, de quien nada se sabía. Tiene 22 años y es muy
parecido a él.
Martha Imelda decidió que las
cenizas fueran depositadas junto a los restos de su hijo Aldros. Ella aspira a
que allí haya quedado sepultada, también, toda esta historia.
“La vida y el tiempo de
Adrián terminaron”, dice Martha Imelda del otro lado de la línea. “Lo conocí
como estudiante, como profesional, como ejecutivo, como todo, y esto ya se los
platiqué a mis hijos. Cuando las personas se van, únicamente hay que pedir en
oración que estén en paz.”
(PROCESO/ REPORTAJE ESPECIAL/
RAFAEL CRODA /16 DE OCTUBRE DE 2015)
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