Use la imaginación
por un momento. Si el presidente Enrique Peña Nieto, en una acción desesperada
para reconquistar la aprobación de los mexicanos mediante el reconocimiento
radical de las fallas y deficiencias en su gobierno, se inmolara en el Zócalo
de la Ciudad de México, probablemente lo acusaría la mayoría de faltar a su
responsabilidad y buscar una salida fácil. ¿Hay algo que puede hacer el Presidente
para cambiar la tendencia en picada ante la opinión pública durante sus dos
primeros años de gobierno? Por lo que se ha visto en este periodo, nada.
Absolutamente nada, en los términos actuales, lo salvan de la debacle. El grito
que tiene que escuchar de los mexicanos es que, o hace cambios radicales en su
visión y equipo, o seguirá hundiéndose.
Tuvo razón el
presidente al admitir en una entrevista con el diario británico “Financial
Times” en marzo que existe en México la sensación de incredulidad y desconfianza.
“Esto ha generado una pérdida de confianza que ha sembrado sospecha y duda”,
dijo el presidente. En el mismo periódico y en el mismo texto, “su brazo
derecho”, el secretario de Hacienda, Luis Videgaray, agregó: “El Gobierno ha
logrado cosas maravillosas, pero podríamos hacer 10 reformas energéticas y si
no agregamos la confianza, no desarrollaremos el potencial pleno de la economía
mexicana”.
Videgaray estableció
el rechazo mexicano al pobre comportamiento de la economía. Tiene razón. Peña
Nieto, como sugiere el diario, debe esta pérdida de confianza a la crisis de
Ayotzinapa y a las revelaciones de su casa en el barrio más elegante del país.
También tiene razón. Sin embargo, el diagnóstico es reduccionista. El problema
de la Presidencia de Peña Nieto es mucho más profundo. En Los Pinos, Peña Nieto
tiene un teflón tan fuerte como el que tenía en el estado de México, pero por
las razones y consecuencias contrarias. Como gobernador, todos los negativos se
le resbalaban y sólo absorbía los positivos; como Presidente, todos los
positivos se le resbalan y todos los negativos se le quedan impregnados. Lo
grave para él, y necesario para un nuevo análisis con su equipo, es que no es
nuevo lo que sucede; pasa desde que tomó posesión.
Peña Nieto asumió el
poder con sólo la mitad del país aprobándolo y el 22% abiertamente
desaprobándolo, y terminó su primer año con 43% de aprobación y 53% de rechazo.
Estos datos contrastan con las encuestas que le daban a Vicente Fox el mejor
rango de aprobación al iniciar un gobierno (74%), aunque perdió 29 puntos de
aprobación en el primer año, y con las de Ernesto Zedillo, que inició con una
aprobación de 76%, que para enero, por la crisis económica, se había reducido
al 23%. Calderón, que llegó a Los Pinos tras un conflicto post-electoral
doloroso, arrancó su gobierno con mejor calificación que Peña Nieto (57%), y
para marzo, por la decisión de mano dura contra los criminales, había escalado
a 73% de aprobación, que le duró todo el año.
Es decir, Peña
Nieto, para efectos prácticos de consenso, llegó con un nivel de acuerdo muy
frágil, que se rompió fácil. La razón de esta debilidad no está clara, pero
podría plantearse como hipótesis de trabajo el daño que le hizo su traspiés en
la Feria Internacional del Libro en Guadalajara en 2011, cuando no pudo
mencionar los tres libros que le cambiaron la vida, que lo pintó como un
iletrado en todo el espectro demográfico. Peña Nieto dijo que eso le podría
haber sucedido a cualquiera, pero quedó una marca en adultos y niños que se ha traducido,
según evidencia empírica, en desprecio. También se puede plantear como
hipótesis de trabajo que otro impacto severo que arrastra fue consecuencia de
su visita a la Universidad Iberoamericana al 43 días de iniciada la campaña
presidencial, que detonó el movimiento del #YoSoy132, donde por primera vez se
le vio vulnerable.
El poder de la
maquinaria político-electoral del Estado de México, que mostró su efectividad
en las elecciones intermedias de 2009 y en la forma como conquistaba lealtades
dentro del PRI –hacían filas en sus oficinas de Toluca aspirantes a
gobernadores y diputados en busca de apoyo político y económico–, no pudo
trasladar su dinámica a la campaña presidencial. La extrapolación de Toluca a
México fue una decisión equivocada que nunca se corrigió.
A casi un mes de la
elección, la campaña negativa del PAN contra Peña Nieto había sido tan exitosa
que después de haberle quitado 18 puntos positivos en 26 días de spots en radio
y televisión, tuvo en dos ocasiones al candidato de la izquierda, Andrés Manuel
López Obrador, arriba de Peña Nieto en los “tracking polls” de los equipos de
campaña. La suspensión de los spots negativos contra Peña Nieto y el PRI, y
reorientar las críticas del PRI y el PAN hacia López Obrador, cambió la
historia de la elección.
Peña Nieto empezó
débil su sexenio, si se aleja uno de la parafernalia y el oropel del Momento
Mexicano, y analiza las encuestas. Sólo tuvo un bimestre de gloria contenida,
enero y febrero de 2013, y momentos de relumbre en agosto de ese año. Fuera de
eso, su aprobación empezó su caída, el consenso roto y su fragilidad creciente.
En agosto de ese año, el acuerdo sobre su gobierno fue más bajo que el
desacuerdo. Y no cambiaría nunca más.
EL TEFLÓN DEL PRESIDENTE (II)
La sensación de
incredulidad y desconfianza que expuso el presidente Enrique Peña Nieto durante
una entrevista con el diario británico “Financial Times” en marzo no es
resultado de la coyuntura de los últimos seis meses ni de la falta de
crecimiento de sus dos últimos años. Peña Nieto arrastra un karma político que
se niega a reconocer, que no alcanza a ver o, peor aún, que no le permiten
entender. El parteaguas de su gobierno no comienza con la desaparición de los
normalistas de Ayotzinapa, en septiembre, ni con los conflictos de interés en
noviembre. Desde el 1 de diciembre de 2012, cuando tomó posesión y la mitad del
país no se sentía a gusto con una Presidencia que aún no comenzaba, arrastra
déficits de credibilidad y confianza.
Ese día, Peña Nieto
cautivó a la sociedad política con acciones para los primeros 100 días de
gobierno, dispuesto a romper tabús y enfrentar resistencias. Al día siguiente
de sentarse en la silla presidencial, se anunció el Pacto por México, el
acuerdo político envidiado por decenas de países que permitió cocinar 11
reformas transformadoras en 18 meses. La sociedad política no miraba la
realidad mexicana. Veía la reinstauración
de los ritos, la nostalgia del viejo régimen. La sociedad civil pensaba otra
cosa.
Una revisión de la
encuesta de encuestas de aprobación –un aglutinado de todas las mediciones
públicas en los dos primeros años de gobierno de Peña Nieto– de la empresa
Parametría permite ver la manera cómo se va comportando la opinión pública
frente a las acciones del Presidente. Empezó con 50% de aprobación y 22% de
rechazo. Tuvo su primer envión tras la liberación en enero de la francesa
Florence Cassez, y por la captura a
finales de febrero de la maestra Elba Esther Gordillo, aunque
significativamente, los negativos crecían, como se vio en las mediciones de
marzo, cuando obtuvo 58% de aprobación contra 29% de desaprobación.
En abril de 2013
comenzaron las movilizaciones contra la Reforma Educativa en las calles de la
Ciudad de México. Asimismo, la curva de aprendizaje estaba causando estragos en
la Secretaría de Hacienda, pero aún no se apreciaba el atorón económico. En mayo
se mantuvo en 58% de positivos, pero sus negativos habían subido 12 puntos
desde la toma de posesión. En agosto, cuando propuso la Reforma
Energética, se empezaron a notar los
desacuerdos dentro de los partidos por el moribundo Pacto por México, y con movilizaciones
cada vez más violentas contra la Reforma Educativa, Peña Nieto empezó su caída
definitiva. A mediados de septiembre tenía 52% de aprobación, con negativos de
44 por ciento. Era cuestión de tiempo que se cruzaran.
El Gobierno
preparaba la reforma fiscal que incluía homologar el IVA en 16 por ciento. Pero
el Presidente, aconsejado por su jefe de Oficina, Aurelio Nuño, que estaba
seguro que habría perredistas que se sumarían a la Reforma Energética, cambió
el sentido y envió a su secretario de Hacienda, Luis Videgaray, a presentar un
plan para elevar impuestos a quienes ya pagaban impuestos, a propuesta del PRD.
Un empresariado molesto por el maltrato en Los Pinos y la Secretaría de
Hacienda, así como por la pérdida de acceso al Presidente, se tradujo en una
molestia pública y beligerante como no se veía desde la nacionalización de la
banca en 1982. En octubre se dio el cruce: 49% desaprobaban su gestión; 46% la
respaldaban. Desde entonces, la encuesta de encuestas muestra que Peña Nieto no
ha podido superar el rechazo de los
mexicanos.
En diciembre de 2013
se vio cómo terminaría su primer tercio de gobierno. El mal crecimiento
económico y la violencia en las calles, junto con la crítica sistemática en los
medios y la inconformidad interna en el Gobierno por su aislamiento, lo
llevaron a su primera gran caída: 42% aprobaban su gestión; 53% la
desaprobaban. En su gran primer semestre en 2014 por la aprobación y promulgación
de las reformas, Peña Nieto sólo pudo
recuperar cinco puntos de positivos en agosto, pero el rechazo de los mexicanos
se mantuvo estable entre el 49 y 50 por ciento.
Otoño fue la
debacle. La desaparición de los normalistas en septiembre, la cancelación de la
licitación del tren rápido México-Querétaro y la revelación del conflicto de
interés en la adquisición de la “Casa Blanca” socializaron la caída en la
aprobación presidencial. La encuesta de encuestas de Parametría refleja que en
septiembre la aprobación de Peña Nieto empató (48%) con la desaprobación (49%),
pero fue ilusión de unos cuantos días. En octubre, la desaparición de los
normalistas y su errática intervención en el crimen lo tiró en las mediciones:
44% aprobaban su manejo contra 52% que lo desaprobaban. La caída no pararía.
Dos encuestas
publicadas al final del segundo año de Gobierno lo revelaron: “Reforma” mostró
un nivel de aprobación de 39% contra 58% de desaprobación; “El Universal”, 41%
de aprobación, contra 50% de desaprobación. Aún así, la decisión del Presidente
fue que seguiría por el mismo rumbo de los dos primeros años. La decisión es
valiente, como él mismo lo ha dicho, para alcanzar la consolidación de sus
reformas.
Pero es ingenuo
pensar que podrá mantener la lucha con el equipo que lo ha llevado a la ignominia.
O cambia equipo, o enfrenta el riesgo de que se las desmantelen, porque en el
tema de defenderlas y fortalecerlas, su ejército resultó un fiasco.
EL TEFLÓN DEL PRESIDENTE (Y III)
En dos ocasiones
este mes, el presidente Enrique Peña Nieto ha utilizado las palabras “unidad”,
“valor” y “determinación” en sus discursos. Una, cuando se presentó en la
Cámara de los Lores durante su visita al Reino Unido y usó como ejemplo el
discurso de Winston Churchill de llamado a las armas para enfrentar a los nazis
en la Segunda Guerra Mundial, y otra, al inicio de la colecta de la Cruz Roja.
Unidad, dijo, para superar las diferencias; valor, para actuar con visión de
largo plazo; y determinación para vencer las resistencias y alcanzar los
objetivos trazados. No hay vuelta atrás en la meta propuesta al arrancar su
gobierno, lo que refleja claridad en sus objetivos, aunque no en sus medios. La
duda es si sus operadores actuales son los que necesita para llegar a buen
puerto.
Peña Nieto ha podido
avanzar pese a las resistencias, pero con un costo político inmenso. Inició su
sexenio con un nivel de aprobación de 50% y un nivel de rechazo de 22%, que se
cruzó al finalizar el primer tercio del sexenio, cuando el acuerdo a su gestión
se desplomó a 39%, y el desacuerdo subió a 57%; es decir, bajaron 11 puntos sus
positivos en este periodo, y sus negativos subieron 35 puntos. ¿Cómo fue
posible?
Explicar este
fenómeno es relativamente sencillo.
En este mismo
espacio se apuntó este lunes que el teflón que tenía Peña Nieto como gobernador
en el Estado de México, donde todos los negativos se le resbalaban y sólo
absorbía los positivos, se han invertido en Los Pinos, donde los positivos se
le resbalan y los negativos se le quedan impregnados. La razón es que su equipo
no sirve como escudo protector, ni le amortigua los golpes. Lo dejan solo en
los momentos
críticos o lo
sabotean, seguramente en forma inopinada, en sus momentos de mayor gloria.
Por ejemplo, durante
su visita al Reino Unido, donde el esplendor del viejo imperio le estaba
rociando un bálsamo a su atropellada gestión por el cuidado de las formas y los
protocolos reales, no pudo terminar de gozar que se proyectara en México el
brillo del momento porque, de la nada, el secretario de Hacienda, Luis
Videgaray, declaró –una reiteración a un discurso previo– que para 2016 se
construiría un presupuesto a partir de
cero, con lo cual los reflectores cambiaron de protagonista. Días antes, el
propio Videgaray lo metió en una encrucijada cuando declaró al diario
“Financial Times” que el Gobierno tenía que reconstruir la confianza para que
tuvieran éxito las reformas. En ambos casos, los positivos de dar primero la
cara se los llevó Videgaray, mientras que los negativos, por repetir lo que su
secretario dijo antes, reflejo de falta de
iniciativa, se los llevó el Presidente.
La segunda pata de
su Presidencia de tres cabezas –la tercera es el jefe de la Oficina de la
Presidencia, Aurelio Nuño–, el secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio
Chong, es otro ejemplo. Convenció a Peña Nieto que uniera las secretarías de
Gobernación y de Seguridad Pública, que son dos de las áreas más fallidas del
sexenio. En materia de gobernabilidad, lo que proliferó fue la
ingobernabilidad, como consecuencia de
la Reforma Educativa, cuya protesta social ha puesto en riesgo las elecciones
de junio en Guerrero y Oaxaca, y por la
decisión de casi nueve meses de no confrontar a los cárteles de la droga, que
puso a Michoacán al borde de la guerra civil hace un año. El costo de los
bolsones de ingobernabilidad, la violencia en las calles y ciudades, provocó
una pérdida del 17% del producto interno bruto el año pasado, pero no impactó a Osorio Chong –el secretario
mejor evaluado del Gabinete–, sino que cayó sobre Peña Nieto.
Sus dos pilares en
el gabinete, a través de los cuales se desdobla el accionar del resto del
equipo presidencial, no han estado a la altura que la defensa de las reformas
requiere. Dejar al Presidente a campo abierto lo ha llevado al sacrificio. Su
creciente nivel de desaprobación en las encuestas refleja que cada vez más se
le estrecha el margen de maniobra. El desacuerdo sobre su forma de gobernar
tiene niveles de último tercio de sexenio, cuando va de salida, no de arranque
de sexenio.
Esta tendencia, que
según las encuestas se va ampliando, abre el riesgo de una regresión, no para
desmantelar las reformas, pero sí para que no se apliquen aquellas que provocan
más discordia nacional. Los péndulos políticos en las democracias incipientes son
muy peligrosos –como se apreció en Europa del Este tras la caída del Muro de
Berlín–, y llevan a la restauración del viejo régimen, que es lo que Peña Nieto
ha empezado a desmontar. Si el
Presidente está decidido –como debe estar– a mantener el curso y éxito de las
reformas, debe buscar un nuevo equipo que contenga primero su caída, y luego le
permita remontar el vuelo.
Si quiere Mover a
México, como dice su grito de guerra, tiene que hacer cambios en el Gabinete.
No uno, o dos. Cirugía completa de personas y diseño. El segundo tercio del
sexenio requiere de otro equipo, que lo cuide y que allane al camino para el
último tercio del sexenio, que dé vida transexenal a su proyecto, que hoy se
encamina a la derrota. Pero para esto necesitará del valor y determinación que
predica, pero no aplica.
(ZOCALO/ Columna Estrictamente Personal de Raymundo Riva Palacio/ 01 de abril 2015)