domingo, 10 de febrero de 2013

OCSO



Javier Valdez/ Columna Malayerba
Llegó como siempre por su novia. Ella trabajaba de encargada en una tienda ocso, muy cerca de la ciudad pero en una zona deshabitada, rodeada de cerros enanos y un tupido monte que había saludado gustoso la abundante temporada de lluvias. Entró con ese paso de vaquero zambo, altivo, como buscando a Cristo para que le pidiera perdón.

Dos celulares enganchados al cinto piteado, un radio Nextel en el bolsillo del pantalón, un bolso de cuero tipo cangurera, rectangular, que le atravesaba el torso y cuyos recipientes le quedaban en medio de sus tetillas. Cachucha de visera ondulada y con piedras brillosas y la imagen de la Virgen de Guadalupe en el frente. Una pistola gloc bajo la camisa y otra más en ese bolso que le colgaba del pecho.

Jefe de matones de un capo de la localidad. Mirada de escáner. Evasivo: cuando conversaba solía no quedarse viendo a ningún lado y a todos, pero nunca a quien tenía de frente. Solía caminar tocándose la cacha del otro lado de la prenda, seguro de haber dejado el tiro arriba y de poder alcanzar el gatillo con rapidez.

La saludó con un beso de piquito y ella sonrió. Se recargó en el mostrador, del lado de ella: puso los dos codos y en la palma de su izquierda recargó el mentón.

La oscuridad exterior era una densa y negra nube, que fue perforada por las luces de los fanales de varios camiones, yips y camionetas. Era un convoy militar y se dirigían hacia la tienda ocso en la que ellos estaban. Él puso la derecha en la gloc. Ella lo miró y le dijo, No, pérate tantito.

Sacó las llaves de un cajón bajo la computadora y lo llevó al fondo de los pasillos y estantes. Abrió la puerta, era una bodega. Aquí quédate. Él se resistió. Bueno, guarda esas cosas, le reviró ella. Sacó la que traía a la mano y tomó la que escondía en el bolso. Las colocó en una caja de refrescos que estaba al mero abajo y encima puso muchas más, algunas con recipientes llenos, otras con frascos vacíos.

Se apuró y ella también. Cuando regresaron a la caja ya había doscientos militares que bajaban desordenadamente de los vehículos: asían los fusiles getres, se acomodaban fornituras, jalaban el uniforme para allá y para acá. Pronto aquello se convirtió en un comedor castrense de toda clase de chatarra: té de jazmín, cocas, fritos, papitas, galletas, sánduiches y tamales, café y agua helada.

Bebieron y comieron. Descansaron, alejaron las manos de las armas y conversaron. Él permaneció tieso. Los miraba y luego quería disimular, junto al mostrador. A pesar del aire acondicionado, de sus poros emanaba agua con sal: su cuerpo se derretía, formaba un charco imaginario en sus ropas, en las dos horas que los militares permanecieron ahí.

16 de noviembre de 2012.
(RIODOCE.COM/ Columna Malayerba de Javier Valdez/noviembre 18, 2012)

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