domingo, 10 de febrero de 2013

NEXTEL



Javier Valdez/ columna Malayerba
Los jóvenes habían ido a un encuentro nacional de estudiantes. En la fiesta, en uno de los patios del hotel y frente a la alberca, escuchaban corridos de gente trozada, batos pesados, granadazos y la furia de los cuernos de chivo. Y todos contentos: cantaban, bailaban, bebían y nadaban en el agua y los sonidos del acordeón y esa voz gangosa que empalaga.

Uno de Aguascalientes sacó un radio Nextel y empezó a conversar. El sonido del prt lo delató frente a los que venían de Sinaloa. Ei, cabrón, no uses esa madre. Aquel lo miró desconcertado y con unos ojos de quién te crees le respondió que podía hacer lo que se le antojara. Aquel le repitió que solo ellos, los sinaloenses, podían usar el radio, y que se veía mal y además les calentaba la plaza.

El de Aguascalientes le respondió con los hombros alzados y siguió conversando y reproduciendo el pitido. Se lo arrebataron, se empujaron y luego hubo madrazos y mentadas. Alguien los separó y uno de los que habían participado en la bronca se fue y volvió más tarde.

Se dirigió a uno de Sonora y le puso la mano sobre el hombro izquierdo y se lo apretó. Empezó a cuestionarlo: qué estaban haciendo en esa ciudad, por qué se hospedan ahí, de dónde eran, a qué te dedicas. La ráfaga de preguntas empezó a incomodarlo. Quitó la mano de su hombro cuando le inquirió quién era su papá y en qué trabajaba.

El joven decidió retirarse. Mientras se alejaba le respondió que no iba a contestarle nada más. Aquel se le quedó viendo, hasta que desapareció. Una espina delgada y larga se le instaló en el pecho: algo va a pasar, algo malo, lo presiento. Cuando terminó el convivió le dieron ganas de quedarse recostado en el lobi del hotel, hasta que lo convencieron de que subiera porque arriba seguía la fiesta. Subió pero a su cuarto, a intentar dormir.

Sin lograr el descanso que su cuerpo le pedía, escuchó que golpeaban salvajemente la puerta. Abran, gritó alguien. Y la derrumbaron. Eran jóvenes y traían fusiles automáticos y pistolas, chalecos antibalas y cachuchas. Lo tumbaron en el suelo y a los dos que estaban con él: pusieron botas en su cara, lo patearon y esculcaron.

Quién eres, a qué vienes a la ciudad, para quién trabajas, dónde están las armas. Le pusieron una toalla en la cabeza y pensó, Es el fin. Vieron sus billeteras, identificaciones. No tocaron el dinero ni encontraron nada más. Los gritos seguían y también las patadas. Sangre en la nariz y el cuello, raspones en la barbilla, en brazos y muslos.

No son, vámonos, dijo el que parecía mandar. Tomaron sus armas y salieron pronunciando un vacío, Nos equivocamos. Dos empleados del hotel renunciaron, ellos cambiaron de sede y de ciudad, y jamás volvieron a escuchar ni narcocorridos ni a usar Nextel.

1 de febrero de 2013.
(RIODOCE.COM.MX/ Columna Malayerba de Javier Valdez/febrero 3, 2013)

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