domingo, 10 de febrero de 2013

EMBOSCADA



Javier Valdez/ Columna Malayerba
Era tan poderoso que tenía su avión privado y toda una flota para surcar los mares y enviar droga a África. Tenía tanto pero sin tiempo para contarlo: en sus fiestas había cuatro o cinco, dentro de una finca en la que cabían treinta trailers y siempre imaginaba y se preguntaba, a veces en voz alta, qué haría si entrara un comando por esa puerta de acero para aprehenderlo.

Miraba para atrás. Los lados. Una barda de tres metros, gruesa e incólume, lo separaba del monte y los cerros y la civilización. Se sentía protegido y no. Tú qué harías si sorpresivamente entran los militares por ese portón para detenerte güey. Nada, le contestó su ayudante: me brinco, la verdad. Y festejaban. Tas pero bien pendejo.

Alegre y discreto. Organizaba borracheras nomás porque sí. Mandaba a sus escoltas a las afueras del inmueble, uno de tantos que tenía cerca de la ciudad y en sus alrededores, y dentro, del otro lado de ese predio amurallado, solo estaban él, los siete músicos de la banda y tres o cuatro hombres de confianza.

Y así, sin pensarla, caprichosa e inexplicablemente, llamaba. Tráeme a las putas. Que sean cinco. Y llegaban cinco jóvenes carnosas y espigadas. Las veía de arriba abajo y luego les pedía que se hicieran a un lado, que no lo dejaban mirar. Tomaba de nuevo el teléfono celular y pedía otras cinco. Tan muy feas estas.

Y llegaban otras cinco: escotes para asomarse al paraíso, miradas de colores postizos, faldas entalladas y a dos dedos de las cavernas tibias, zapatillas como zancos y olores de escándalo. Se quedaban ahí, sentadas. Se formaban como esperando la pasarela: esclavas en espera del chasquido, la mueca, la billetera, el guiño, las palmas, el dedo, las cejas.

Sácalas a bailar, le decía las más de las veces a uno de sus ayudantes. Y pedía El niño perdido, El sauce y la palma, Caminos de Michoacán y El sinaloense. Y bailaba con una y luego con otra. Con dos cuando le tocaban cumbias. Sobaba sus abultadas caderas, soñaba rozando los ondulantes patios traseros y les sonría esperando un soy tuya, papito.

Su jefe pagaba para eso y más. Solo las miraba, las formaba o sentaba. Y les decía a los suyos, Pónganlas a bailar. Y con eso se conformaba. Y sus treinta pistoleros afuera, fumando, con las manos en madera y acero de los fusiles automáticos, las granadas pendiendo, los cargadores rebosando de proyectiles.

Sonó su teléfono. El patrón quiere que vengas. Le dieron instrucciones: no te traigas a los escoltas, aquí hay seguridad y mucha, no los vas a necesitar. Les dio la mañana de descanso y se fue con dos de sus hombres cercanos. Ahí, en la carretera, muy cerca de dónde lo habían citado, lo rodearon: quedaron más orificios que músculos y luego lo quemaron.

21 de noviembre de 2012.
(RIODOCE.COM.MX/ Columna Malayerba de Javier Valdez/noviembre 25, 2012)

No hay comentarios:

Publicar un comentario