Miguel Ángel Vega Al menos tres sinaloenses de El Fuerte fueron los que mataron al agente Brian Terry y que desencadenó en escándalo de la Operación Rápido y Furioso a partir de la declaración de un policía de la Oficina de Alcohol, Tabaco y Armas, llamado John Dodson. El Departamento de Justicia de Estados Unidos (USDOJ), reveló el pasado 9 de Julio que, con el apoyo de las autoridades mexicanas, buscaban por mar y tierra “y hasta por debajo de las piedras”, a tres personas originarias de El Fuerte Sinaloa, a quienes acusan de ultimar a balazos al agente de la Patrulla Fronteriza Brian Terry, en diciembre del 2010. La noticia rápido dio la vuelta al mundo puesto que el agente Terry, fue muerto con armas que formaron parte del Rápido y Furioso, un operativo que diseñado para permitir la entrada de miles de armas de Estados Unidos a México con la anuencia de la Oficina de Alcohol, Tabaco y Armas (ATF). Lo que pasó desapercibido para muchos, es que la mayoría de los responsables no solo fueron identificados como mexicanos, sino como sinaloenses, según consta en el archivo CR-11-0150-TUC-DCB_BPV, algo que raramente se detalla en ese tipo de documentos. La búsqueda de los sinaloenses aquí es real, según las declaraciones de funcionarios federales de ese país, quienes incluso garantizaron que los asesinos “no se les escaparían” y que ya estaban avanzados en la búsqueda con ayuda de las autoridades mexicanas y del estado. No obstante, ni la PGR en Sinaloa, ni la PGJE, realiza ninguna búsqueda de los cuatro presuntos sospechosos, incluso, ni siquiera los hacen en el mundo puesto que ninguno de ellos cuenta con antecedentes penales en el estado. “En este tipo de casos es competencia de las autoridades federales buscar a esas personas, a menos que nos soliciten apoyo, pero hasta el momento no se ha hecho ninguna petición para localizar y arrestar a Jesús Rosario Favela Astorga, Iván Soto Barraza, Heraclio Osorio Arellanes y Lionel Portillo Meza”, enfatizó el procurador Marco Antonio Higuera Gómez en un comunicado enviado a Ríodoce. Heraclio es hermano de Manuel y Rito Osorio Arellanes, todos participantes en el asesinato y originarios de El Fuerte, según información del FBI obtenida por Ríodoce. No obstante, fuentes de la PGR, delegación Sinaloa, indicaron por su parte que ellos no tenían ninguna información respecto a los sospechosos y que por tanto no estaban buscando a las personas arriba mencionadas. “Tal vez la Procuraduría del Estado lo esté haciendo, porque ni nosotros, ni la Policía Ministerial Federal realiza búsqueda alguna de esas personas”, dijo un funcionario de alto nivel de la PGR, delegación Sinaloa. Sin embargo la búsqueda existe. No solo por parte de agentes estadounidenses que pueden estar buscando a los sospechosos con o sin permiso de las autoridades mexicanas, sino por parte de un grupo hambriento de bounty hunters (caza recompensas), que de acuerdo con expertos policiacos, vienen seguido a México para localizar a prófugos que huyen de la justicia estadounidense. La danza de los dólares La muerte de Brian Terry obligó al agente del ATF, John Dodson, a destapar una cloaca de prácticas erradas realizadas por el Gobierno de Estados Unidos desde hacia años, no solo con el operativo Rápido y Furioso, sino con otros que posteriormente fueron dados a conocer como Arma Blanca, orquestado también por el ATF del 2005 al 2007 y que también permitió la entrada de más de 500 armas a México. Luego de dar a conocer detalles sobre la muerte del agente Terry por vez primera, el USDOJ no solo reveló los nombres de los sospechosos y lugar de donde eran residentes, sino que además ofreció una recompensa de un millón de dólares a cualquier persona que ofrezca algún tipo de información que ayude a localizar y a arrestar a los cuatro sospechosos. “Esto quiere decir que la búsqueda de estas personas va en serio, estén donde estén, y no vamos a descansar hasta traer a la justicia a estas personas”, dijo Laura Duffy, procuradora federal de California. La información adicional de que los sospechosos sean sinaloenses era un elemento necesario para los bounty hunters, que de acuerdo con expertos, muchos de ellos son mexicanos, y a veces duran años investigando el lugar exacto donde se encuentra un fugitivo para entonces revelar esa información a Estados Unidos, que a su vez dirige la captura del sospechoso con ayuda del Gobierno mexicano. “Los bounty hunters están en México desde los tiempos de (Rafael) Caro Quintero, y muchas veces infiltran a gente a las organizaciones criminales, por lo que terminan siendo ellos los que dan la información fuerte para arrestar a las personas por quienes ofrecen grandes cantidades de dinero”, dijo George Gavito, agente federal estadounidense retirado. En tanto autoridades del estado revelaron que blindarían la zona de El Fuerte, luego de que el lunes 9 de julio, mismo día que se anunció nombres y origen de los sospechosos, siete agentes estatales fueron ultimados a tiros durante una emboscada, luego de estar patrullando esa zona. Rápido y Furioso en Sinaloa La información de que los sospechosos de la muerte de Terry sean sinaloenses, reforzaría una teoría revelada desde hace varios meses de que las armas que pasaron a México mediante ese operativo estaban destinadas para armar al cártel de Sinaloa. Ello no necesariamente significa que los fugitivos Favela Astorga, Barraza, Osorio Arellanes y Portillo Meza hayan sido o sean parte del cártel de Sinaloa, sino que, como ocurriera con varias de las armas que formaron parte de ese operativo, estas terminaron también en manos de personas que estaban relacionadas con la organización de los Beltrán Leyva y los Zetas que operan en el norte de Sinaloa, según reveló un informe del Congreso de Estados Unidos, emitido a finales de julio del 2011. Un informe adicional del USDOJ, el cual en su momento fue considerado clasificado, mostraba un mapa de las armas de Rápido y Furioso que habían sido recuperadas en todo México, indicando que en Sinaloa se habían encontrado siete aunque no se ha precisado si desde julio del 2011 en que fue revelado este reporte se han encontrado más armas. Entre las armas que más dejó pasar el ATF había AK-47 y Barret calibre .50. Durante todo el tiempo que el ATF realizó esta operación, no solo negó información a su oficina de México, tampoco advirtió al Gobierno mexicano sobre la basta cantidad de armas que dejaban pasar a territorio mexicano. Como resultado de ese operativo, el procurador federal, Eric Holder, ha sido cuestionado por el Congreso de Estados Unidos, particularmente por los congresistas republicanos Darrell Issa y Charles Grassley, quienes han demandado su cese del cargo. “Hacen falta muchas respuestas respecto a lo que verdaderamente ocurrió durante ese operativo, sobre todo saber quiénes realmente estuvieron enterados sobre lo que estaba pasando”, revela una carta enviada por Grassley a la oficina de Holder. La muerte de Terry por sinaloenses La madrugada del 14 de diciembre del 2010 que mataron a Brian Terry, el agente se encontraba patrullando la zona desértica de Arizona junto a un grupo de compañeros de la Patrulla Fronteriza que también hacían guardia a esa hora. En algún punto de esa zona, Terry descubrió a un grupo de supuestos indocumentados que intentaban cruzar a Estados Unidos, obligando a Terry a pedir refuerzos para detener a los sospechosos. Los desconocidos sin embargo no eran ni polleros ni indocumentados, sino una gavilla de delincuentes que aparentemente estaban a la caza de un grupo de narcotraficantes a quienes intentaban despojar del contrabando de droga que transportaban de México a Estados Unidos. Fue por eso que cuando los agentes de la Patrulla Fronteriza fueron por ellos, estos los recibieron con fuego desatándose una balacera en medio del desierto. Durante el intercambio de balas, el agente Brian Terry fue herido de un balazo en el pecho, muriendo horas después cuando le practicaban los primeros auxilios en un hospital. Días después, durante las pruebas de balística, el agente John Dodson descubrió que las armas que asesinaron a Terry formaban parte del operativo encubierto Rápido y Furioso, del cual él formaba parte. Los pistoleros por su parte tampoco se fueron ilesos, sino que uno de ellos, Manuel Osorio Arellanes, fue herido de un balazo en un pie, por lo que minutos después estaba en manos de la justicia. Ello derivó que otro de los sospechosos, Rito Osorio Arellanes, fuera arrestado un año después de la balacera. No obstante, las otras cuatro personas que aparentemente participaron en la balacera aún continúan prófugos, según revela un comunicado del FBI, y son ellos a quienes buscan en territorio mexicano, particularmente en Sinaloa. |
lunes, 16 de julio de 2012
EL FANTASMA DE LA JUSTICIA
EL DERECHO A SEPULTAR
Natalia Mendoza Rockwell
Sáric, Sonora.- El Yaqui se
parece mucho a un bandido de vieja escuela: es nómada y nunca se sabe de dónde
viene ni cuál es su medio de transporte. Una bolsita de plástico con rastrillo
y cepillo de dientes colgado en algún árbol indica que anda cerca. Nunca trae
dinero, pero tampoco pasa hambre. El desierto que se extiende entre el norte de
Sonora y el sur de Arizona, con sus brechas y fronteras, es su hábitat natural.
Parece que alguna vez fue mafioso y llegó a tener todo. Ahora consigue trabajo
de vez en cuando: cuidar paquetes de marihuana en algún rancho o llevarlos a
cuestas.
Yo también me sorprendí el día
que lo vi en un noticiero nacional exigiendo que se aclarase el caso de la
desaparición de sus tres hermanos en el municipio de Saric, Sonora: “Vamos y
nos quejamos y nos dicen que no pasa nada, que todo está bien, y ¿cómo
chingados no va a estar pasando nada si me desaparecen tres carnales? En una
fosa, sabrá Dios dónde estén”.
Los tres hermanos Mendoza
fueron levantados en su domicilio en una noche a principios de 2010 como parte
de la estrategia de un grupo de narcotraficantes conocido como “Los Gilos” —que
los rumores locales vinculan con Los Zetas— para apoderarse del control total
de los municipios de Saric y Tubutama e impedir a otros grupos utilizar ese paso
fronterizo. Se llevaron a los tres hermanos casi al azar, sin investigar mucho
cuál era ranchero y cuál burrero. Se trataba de atacar a la familia en su
conjunto. Desde entonces, el Yaqui no ha parado de buscar a sus hermanos: ha
levantado denuncias, ha hecho declaraciones en los medios, incluso le escribió
una carta al gobernador Guillermo Padrés que le entregó durante el programa “El
gobernador en tu colonia” en Altar, Sonora.
¿Por qué habría de
sorprendernos que alguien que vive con un pie metido en un mundo ilícito se
ponga el traje de ciudadano y exija al Estado una investigación judicial?
Sorprende porque está de moda pensar a los narcotraficantes no como ciudadanos
mexicanos sino como un ejército enemigo (“los malos”): porque la diferencia
entre un sicario, un burrero, un secuestrador y un narcomenudista se borra en
“la guerra contra el crimen organizado”. Y porque resulta que personas como el
Yaqui tienen perfectamente claro que sus hermanos tienen por lo menos derecho a
una investigación judicial y a una sepultura.
Basta acercar un poco la mirada
a las historias que la violencia ha ido dejando en el país para que los
extremos imaginarios del bien y el mal se diluyan en una compleja gama de
personas en situaciones más o menos ilícitas que, nos guste o no, son población
civil. La decisión del Yaqui de acudir a las autoridades en busca de ayuda
sorprende también porque contradice el lugar común de la “cultura de la
ilegalidad” en México: en vez de mostrar una sociedad que se resiste a aceptar
un orden legal, muestra una sociedad pidiendo evidencias y procedimientos
legales y un Estado incapaz de satisfacer esa exigencia.
En torno a las desapariciones
forzadas, el reclamo de intervención judicial es particularmente tenaz y de
largo aliento. La imposibilidad de concluir el duelo, la tenue esperanza de que
los desaparecidos estén vivos, o simplemente el mandato de dar digna sepultura
a un familiar hace que cientos de personas de absolutamente todos los estratos
sociales se embarquen en verdaderas cruzadas. Personas solas o en asociación
con otras se echan a cuestas la tarea de conducir investigaciones que muchas
veces las ponen en peligro.
Lo que relato aquí retoma
testimonios recogidos durante un mes en los estados de Sonora y Baja
California. Son experiencias muy distintas entre sí, aunque se trate de dos
estados vecinos geográficamente. En Sonora no existe todavía una asociación que
reúna y brinde apoyo a familiares de desaparecidos, a pesar de que el fenómeno
ha aumentado notablemente en los últimos años. El señor Nepomuceno Moreno
Núñez, asesinado en Hermosillo, en noviembre de 2011, por buscar a su hijo
desaparecido, no contaba con una red local de familiares que le ayudara a
protegerse. En cambio en Baja California hay tres importantes organizaciones:
Unidos por los Desaparecidos de Baja California, Asociación Esperanza Contra
las Desapariciones Forzadas y la Impunidad, y Asociación Ciudadana Contra la
Impunidad. Cada una de ellas trabaja de manera activa sobre más de cien casos.
Hay poco más de cuatrocientos casos registrados en la Fiscalía de Baja
California. Sin embargo, las asociaciones llevan un registro propio donde se
documentan casi dos mil casos en el estado. El más antiguo es el caso de un
jornalero desaparecido en 1993 y el más reciente el del joven Ramírez Soto
presuntamente desaparecido por policías municipales de Mexicali a principios de
2012.
Desaparecidos
Las personas que viven con un
desaparecido (así como suena) te contarán cómo pasaron las cosas. Te darán la
hora a la que se le vio por última vez, el tipo de vehículo que se lo llevó,
incluso las placas, te harán el retrato hablado de sujetos vistos de reojo,
podrán recordar alguna marca, algún detalle en el uniforme. La narración se
parece siempre a una declaración judicial. Los porqués son vagos o no figuran
en el relato. En el fondo borroso se evocan antecedentes o desenlaces, se traza
con dificultad un hilo que conecte una vida con una interrupción.
Los familiares se convierten
ellos mismos en investigadores para remediar las atrofias de la investigación
oficial. Así hayan transcurrido quince años o tres meses desde la desaparición,
todos los entrevistados coinciden en que lo que saben es gracias a
averiguaciones propias o de un detective privado. Huelga decir que los recursos
con que cuenta cada persona para indagar el paradero de un desaparecido son
desiguales. Hay quienes consiguen una audiencia con el procurador, y quienes se
plantan en el Semefo, pero lo más desalentador es que los resultados son los
mismos: del cuerpo nada.
Diego Hernández Leyva, hijo de
la señora Irma Leyva miembro de la Asociación Esperanza de Mexicali, fue
Policía Municipal de Mexicali y posteriormente miembro del grupo de
antisecuestros de la Policía Ministerial de Baja California. Desapareció el 11
de enero de 2007. De la manera siguiente, según la señora Irma, su madre:
“Él llegó a mi casa entre siete
y ocho, estuvimos platicando de diferentes cosas unos cuarenta minutos. Salió,
se fue y mi hijo ya no aparece [...] Cuando hice la denuncia, me asignaron a
Jacobo Bramasco para que investigara el caso. Yo le dije quiénes se juntaban
con Diego, le di direcciones, le di teléfonos para que hicieran una
investigación. Le decía: “Fíjate, Jacobo, que supe esto y esto”. “Lo voy a
investigar”, me decía. Yo volvía otro día: “¿Qué investigaste sobre esto?”.
“No, no hay nada”. Pasaron tres meses en donde yo misma le decía nombres,
direcciones, me subía en el carro con él para enseñarle las casas, todos me
vieron, me arriesgué mucho. Le decía: “Investiga a estas personas, ellos te
pueden decir en dónde es probable que esté Diego”. Pero después entendí que él
estaba ahí para que yo sacara lo poco o lo mucho que sabía. O sea, a él me lo
pusieron para que me investigara a mí, no para que investigara los hechos de
qué fue lo que pasó con Diego. Eso fue”.
Al poco tiempo de haber
iniciado sus investigaciones, la señora Leyva recibió una llamada anónima
diciéndole que saliera al cerco de su casa a recoger un video con información
importante para el caso de su hijo. Salió. Lo vio. Era una entrevista donde
Ramón Velázquez Molina, ex agente ministerial que apareció muerto poco después,
acusaba a Martínez Luna, entonces procurador de justicia de Baja California, y
a una docena de policías ministeriales, de estar involucrados en las
desapariciones y asesinatos de al menos seis policías, entre ellos su hijo
Diego. La misma voz le pide a la señora Leyva que no entregue el video a la
policía sino al general Sergio Aponte Polito. El general promete esclarecer los
hechos pero lo cambiaron de zona militar poco después. Se dice que el cuerpo de
Diego fue enterrado en un rancho en Ahumaditas, pero hasta la fecha no se ha
podido encontrar.
La señora Jaqueline Pineda, de
Tijuana, es madre de un joven drogadicto que pasaba largas temporadas en los
campamentos de heroinómanos que se instalan en los puentes y compuertas del
río. Hace dos años que no lo ve, pero los días que no trabaja se pasea por la
canalización con una foto para indagar entre los asiduos si alguien vio a su
hijo. Le han dicho que lo mataron, pero del cuerpo nada. Ante el personal del
Semefo ha alegado: “Lo que yo no entiendo es cómo pueda no identificarse el
cuerpo de mi hijo si toda la vida se la pasó entrando y saliendo de la cárcel.
Las autoridades tenían todos sus datos registrados: huellas y todo”. Un agente,
en una ocasión, le respondió: “No está usted en una película, ni en Estados
Unidos. Eso no pasa aquí”.
Después le llegó el rumor de
que la noticia de la muerte de su hijo salió en el periódico El Mexicano. Ella
sintió recordar la foto de portada de un cuerpo que tirado de espaldas se parecía
a su hijo: “Le dije a mi hija que buscara en internet, pero nada. Y fui al
periódico y me dijeron que necesitaba comprar todos los periódicos del mes para
poder buscar. Y fui a la universidad, pero no tienen todos los periódicos,
busqué en los que tenía pero no encontré nada. No tengo una fecha exacta, pues.
Y luego en el forense en ese tiempo hubo cambio de administración y estos que
están ahorita dicen que los otros se llevaron todos los expedientes y las
fotos”.
Me pregunto cuánto costaría
hacer una base de datos con todas las fotografías y notas relativas a la
violencia publicada en periódicos locales que personas como la señora Jaqueline
puedan consultar gratuitamente.
Es verdad que las asociaciones
acercan un poco los medios de que disponen los familiares para avanzar en una
investigación. Acumulan experiencia y conocimiento que sirve a los nuevos
miembros y ejercen presión colectiva sobre las autoridades para que se trate
con la misma prontitud todos los casos. Además, muchas veces, resolver un caso
lleva a la conclusión de otros. Así me lo explica la señora Alma Díaz,
coordinadora de la Asociación Esperanza: “Nosotras no nos conocíamos y ahora
somos hermanas del mismo dolor. El caso de Irma fue en 2007, el de Imelda en
2006 y el mío en 1995. Pero con las investigaciones nos hemos dado cuenta de
que fueron los mismos jefes policíacos en activo que están involucrados en
todos los casos”.
Un obstáculo importante al que
se enfrentan las investigaciones es el reflejo cada vez más arraigado de leer
todo acontecimiento violento como un ajuste de cuentas entre narcotraficantes.
Los familiares van por una explicación y se topan con una acusación: el caso
está resuelto de antemano y no se investiga. Uno de los casos más viejos y
sonados de Tijuana es el de Alejandro Hodoyán, hijo de una familia de abolengo
tijuanense, bilingüe y de nacionalidad estadunidense. Alejandro fue detenido
por primera vez en 1996, en Guadalajara, por oficiales del ejército mexicano
que lo mantuvieron aislado durante ochenta días para después entregarlo a la
DEA.
Aceptó el ofrecimiento de protección y cambio de identidad de la agencia
estadunidense, pero regresó momentáneamente a Tijuana. Ahí lo secuestró un
comando de cuatro hombres que él alcanzó a reconocer como “Los Mismos”. Su madre,
que iba en el mismo automóvil, pudo tiempo después reconocer a uno de los
sujetos como miembro de la policía. Hasta la fecha no se ha encontrado el
cuerpo ni se ha terminado de esclarecer el caso. La señora Cristina Palacios
Rojí, que hoy dirige la Asociación Ciudadana Contra la Impunidad, me explica su
postura:
“Nosotros aceptamos el caso de
cualquier persona que esté desaparecida: no nos interesa si está involucrada en
el narcotráfico o no. Aquí Blake y el procurador Rommel se encargaron de
difamar a los desaparecidos, decir que todos tenían que ver con el narco: una
mentira. Tenemos casos de abogados, migrantes, periodistas, estudiantes,
policías. De todo. Mi respuesta siempre ha sido: “Blake, Rommel, si tú estás
declarando esto, quiere decir que ya estudiaste los casos, quiere decir que ya
tienes evidencia.
Enséñamela, ¿por qué sabes tú
que estaban involucrados en el crimen? Tienes que tener alguna razón para
declarar eso. [...] Como yo lo decía con el caso de mi hijo Alex, y lo sigo
diciendo: es un ciudadano y el Estado tiene la obligación de investigar. Pero
ahora a los desaparecidos en levantones nadie los voltea a ver”.
Asusta que hoy haga falta
repetir lo que debería de resultar obvio: incluso si hay razones suficientes
para sospechar que el desaparecido haya tenido vínculos con el narcotráfico, la
desaparición tiene que investigarse. En algunos casos, investigar consiste sólo
en poner atención, en querer escuchar lo que se dice en todas partes. El señor
Fernando Ocegueda, director de la Asociación Unidos por los Desaparecidos que
opera en Tijuana, me explica su técnica:
“Decidimos hacer una red
interna de ciudadanos para nosotros, como afectados, dedicarnos a investigar
qué pasó con nuestros hijos. ¿Y qué hacemos? Salimos a la calle, en una fiesta
alguno empieza a hablar de más y habla de fulano que tiene que ver con mi caso
o con el caso de otro de la asociación y así nos vamos ayudando [...] A veces
vamos directamente con los que saben, aunque sean malandros. Yo platico con
ellos a ver cómo está el asunto:
“Sabes qué, ayúdanos, por favor”. Pero sin
nada, sin nada de dinero, nada: en buena forma. Y me dice: “Ok, jefe, pues le
vamos a ayudar, pero nomás no nos meta en broncas”. Y me empiezan a decir. Toda
esa información se va recopilando y se va haciendo un archivo. Cuando menos se
espera, uno ya tiene casi el caso resuelto de una persona, pero lo que no
tenemos es la autoridad para hacer nada”.
Excavaciones
La Asociación Unidos por los
Desaparecidos concibió una fórmula que podría llevarlos a resolver algunos de
sus casos. “Resolver” quiere decir encontrar los cuerpos desaparecidos. Cuando
se adhiere un nuevo miembro a la asociación, se le hace un expediente y se le
canaliza para un muestreo de ADN. A partir de llamadas anónimas e
investigaciones informales se prepara una lista de ocho predios con
probabilidades firmes de albergar restos humanos. Se le envía un correo
electrónico a la maestra Marisela Morales y se prepara un operativo de técnicos
forenses y peritos de la SIEDO. La Policía Ministerial de Baja California acoge
y protege al personal de la SIEDO que llega de la ciudad de México, se visitan
los predios y se determina si hay materia orgánica, se preparan muestras de ADN
y se hace un cotejo.
Hasta ahora se han revisado más
de veinte predios en Tijuana, se ha encontrado materia orgánica en dos de
ellos, pero en ambos casos demasiado deteriorada como para poder extraer
pruebas de ADN. El señor Ocegueda me explica cómo se elabora la lista de
predios que serán revisados:
“Me llegan algunas denuncias
anónimas: “Mire, en tal parte, váyase para allá, en tal esquina, está una
tienda, en ese lote baldío yo tengo información de que hay gente enterrada”.
A
partir de ahí, escogemos a dos personas masculinas de la misma asociación y
vamos y checamos: nos paramos dos cuadras antes, agarramos una bicicleta, nos
ponemos cachucha, pasamos y ubicamos el terreno.
Ya que lo tenemos ubicado,
vemos que corresponda con la descripción que nos dieron a nosotros anónimamente
y eso lo consideramos un punto a revisión: le ponemos una palomita. Y así
seguimos, a la semana siguiente encontramos otro y así. No necesariamente
quiere decir que vayamos a encontrar algo, pero nosotros debemos descartar
todas las dudas que tengamos sobre ese predio”.
El diciembre de 2011 se
revisaron ocho predios de la ciudad de Tijuana. Cuando uno anda buscando
muertos los ve en todas partes: cualquier ranura resulta sospechosa. “Esto es
una cuestión de fe —me dice el señor Fernando Ocegueda— si por los técnicos
fuera ya se habrían ido hace mucho porque este predio ya se ha revisado antes.
Pero en el de Valle Bonito no encontramos nada hasta la cuarta o quinta
revisión. En esto importan mucho las corazonadas”.
Acudo a una de las excavaciones
que hace la organización. En el terreno, Fernando parece movido por una fuerza
de otro mundo, nada lo detiene: lo mismo se salta una barda que se pone a dar
mazazos para abrir una cisterna. En cambio, los técnicos hacen su trabajo de
rutina: toman fotos, observan las características físicas del terreno y
descartan posibilidades, pasean a los perros, y conversan sobre hallazgos
previos. Cuando terminamos la revisión infructuosa de un terreno pedregoso y
empinado, uno de ellos se acercó a Fernando: “Ahora sí consíganos un predio
bueno, hombre, para cerrar bien el año”.
Llegamos al predio de Santiago
Meza, alias El Pozolero, que disolvió más de trescientos cadáveres en sucesivos
peroles de sosa cáustica. El sitio hace pensar en uno de esos Monumentos al
Soldado Desconocido que en Europa conmemoran a los caídos sin nombre. De la
barda cuelgan coronas de flores y cruces improvisadas. Adentro, hasta la hierba
parece haber visto demasiado. Hay grandes ollas plateadas enterradas a medias
como vasijas prehispánicas. El lodo que se me pegó a las botas todavía no
termina de caerse: “¿Y por qué hay tanto lodo aquí?”. “Porque ya hemos revuelto
mucho la tierra, pero nos falta la cisterna”.
Mientras peritos y policías se
organizan para ordenar comida china, que llega con todo y galletitas de la
fortuna, Fernando consigue dos hombres para que derrumben a mazazos una de las
paredes de la cisterna. Uno de ellos tiene un ojo nublado. Por el agujero
recién hecho van sacando cubetas de agua puerca para colarla y recuperar los
sólidos. Son pedacitos de cuerpos humanos que la sosa cáustica ha indultado
pero que están demasiado dañados como para reconstruir la singularidad genética
de un individuo. Todo lo que se busca es poder asociar un nombre a un pedacito
de materia para celebrar la misa que dé descanso a un insepulto.
El
orden legal
Dice Gaetano Mosca que el
aspecto central del “espíritu mafioso” es la concepción de que hay dos tipos de
crímenes: aquellos, como el robo o el engaño, que se definen por la astucia y
no atentan contra el honor de la víctima, y aquellos otros, como el homicidio,
las ofensas familiares o la extorsión donde el honor de la víctima queda
mancillado.
Lo importante es lo siguiente: en el caso de los primeros una acción
por parte de las autoridades judiciales es considerada como reparación
suficiente, en el caso de los segundos no sólo no es suficiente sino que
recurrir a las autoridades legales haría más honda la vergüenza de la víctima.
De acuerdo al espíritu mafioso, solamente una venganza estrictamente personal
puede, en esos casos, restituir el honor dañado. Tranquiliza que ninguno de los
veintidós parientes de personas asesinadas o desaparecidas que entrevisté en
Sonora y Baja California haya hablado de venganza personal. Si eso cambia,
cambiarán muchas cosas.
Retomo las palabras de uno de
los miembros de Unidos por los Desaparecidos como ejemplo de la arraigada
convicción de proceder por la vía legal, incluso, a pesar de la recurrente
evidencia de colaboración de las corporaciones policíacas en las
desapariciones. El señor Quirino Borbón tiene unos sesenta y cinco años, que
parecen cien, y un rostro sacado de Las Hurdes de Buñuel. Pareciera un lobo
ojiazul trasplantado en aquel insólito paraje de las afueras de Tijuana:
—A mi hijo lo levantaron como a
las cuatro de la mañana, hace nueve años. Se llamaba Quirino Borbón Lozano,
tenía 28 años.
—¿Quién lo levantó?
—Pues, ahí los vecinos.
—¿Por qué?
—Pues por la mala idea que le
tienen a uno, porque yo no les he hecho ningún daño: aquí o donde quiera,
pueden averiguar. Yo me vine de Navojoa aquí a Tijuana a trabajar a las
fábricas. Cuando me vine había dejado a mi esposa y venía sólo con mis hijos, el
Quirino tenía un año: yo lo crié.
—¿A qué se dedicaba su hijo?
—A todo le hacía: albañilería,
mecánica, herrería. Él no estaba involucrado en nada. Sí consumía droga, pero
yo lo metí a un centro de rehabilitación. Andaba trabajando de jardinero.
—¿Cómo sabe que fueron los
vecinos?
—Yo sé que ellos son, yo sé que
ellos son. Como a mí no me dejaban vivir ahí: poniendo piedras en la calle para
que no me metiera. El problema de ellos es que yo trabajaba al otro lado y me
puse a hacer la casa ahí, y por envidia, pues. Quería ser él nomás ahí, y
mandarlos a todos ahí. Son vendedores de droga. El día que desapareció mi hijo
había venido un tío de ellos que es judicial en Navojoa.
—¿Nunca le pasó por la cabeza
vengarse?
—Sí, sí me pasa por la cabeza,
más ahorita que estoy viejo. Pero yo lo que quiero es que se descubra todo, que
se investigue todo esto porque no va a caer él nomás, van a caer algunos.
Echármelo a él se me hace poquito, pero yo quiero que se descubra lo que pasó
para que caiga una bola de sinvergüenzas. No va a caer uno, van a caer muchos.
Esta convicción de proceder por
vías que restablezcan órdenes legales se nota también en la serie de reclamos y
luchas de mediano plazo que estas asociaciones han emprendido. Pienso, por
ejemplo, en la lucha por la tipificación de las desapariciones forzadas como
delito grave distinto del extravío, del homicidio y del secuestro, la
constitución de una fiscalía especializada para su investigación, la demanda de
que se agilicen los cotejos de ADN, etcétera.
Uno de sus logros más recientes
es la reducción de los plazos judiciales necesarios para que se pueda emitir
una declaración de ausencia o una presunción de muerte en Baja California. Esto
simplifica un poco la serie de complicaciones administrativas que enfrentan los
familiares por la falta de un acta de defunción. Sin el acta se siguen pagando
créditos que podrían haber expirado, se imposibilita la obtención de un
pasaporte para hijos menores de edad y se dificulta salir del país, se
complican los juicios de sucesión.
Estas personas podrán pecar de
lo que sea menos de “cultura de la ilegalidad”. El abogado García Leyva, asesor
jurídico de la Asociación Esperanza que opera en la ciudad de Mexicali,
describe el camino que han seguido:
“Cuando se funda oficialmente
la asociación en 2002 nos encontramos con un problema porque se tenía a los
desaparecidos como muertos. Se mandaban los casos a las agencias de homicidio
que no tienen nada que ver y se congelaban los expedientes.
Luchamos para crear
una fiscalía especializada, duramos ocho años en esa lucha hasta julio de 2008.
Nos decía la gente: “¿Qué caso tiene que se cree una fiscalía si va a servir
para nada, para nada, y para nada?”. Pero sí, para algo puede servir si
nosotros la vigilamos, supervisamos el trabajo que realizan y le damos
seguimiento a los casos. Pero la fiscalía no serviría de nada sin un marco
legal adecuado, y hasta hace poco logramos que se insertara en los códigos
penales de algunos estados la desaparición forzada como un delito grave distinto
de la privación ilegal de la libertad [...]. Además se debe considerar que la
mayoría de las desapariciones son efectuadas por policías y ex policías en
complicidad con la delincuencia organizada, es decir, se trata de autoridades
operando contra la población civil”.
Estas asociaciones cumplen un
sinfín de funciones: son grupos de autoayuda y apoyo psicológico, efectúan
investigaciones judiciales, vigilan el desempeño del Poder Judicial en sus
localidades, organizan el muestreo y cotejo de pruebas de ADN, arman archivos
periodísticos y legales relativos a la impunidad, cabildean a favor de reformas
legales y participan en la revisión de predios en búsqueda de restos humanos.
Todo esto con fondos reunidos por los propios familiares.
Se trata de un tipo de
justicia dirigido a los deudos, el estatus de “criminal” o “inocente” del
desaparecido es un dato secundario. La prioridad es encontrar algún tipo de
evidencia que permita clausurar años de búsqueda y descansar del aguijón de los
insepultos. Esto hace posible que en el seno de estas asociaciones se alíen
parientes de desaparecidos que en su momento fueron policías, narcos, abogados,
estudiantes o drogadictos sin que haya el menor dejo de antagonismo.
Es una forma relativamente
nueva de acción social en el norte del país: la primera de estas asociaciones
en Baja California fue creada en 2002 retomando experiencias de los noventa en
Sinaloa y Chihuahua.
La premisa básica es impecable: todo ciudadano mexicano
tiene derecho a una investigación judicial competente. La medida en que esa
premisa básica se articula con un discurso político más amplio varía entre
personas y asociaciones.
Algunos explican las desapariciones como una nueva
forma de guerra sucia perpetrada por el binomio gobierno-crimen organizado e incluso
vinculan su trabajo al de organizaciones como Eureka que se han dedicado a
combatir la persecución política desde los años setenta; para otros se trata
simplemente de las acciones de grupos de criminales que operan en Tijuana.
Ya
sea que se culpe de la violencia a Calderón o a El Muletas, lo importante es la
convicción de que sólo la vía judicial puede abrir una salida real a la crisis
de violencia. La tarea de estos grupos es ardua y poco gratificante: van
empujando placas tectónicas para generar un orden que sea lo menos arbitrario
posible.
Estas agrupaciones nos
recuerdan la importancia de argumentar en términos judiciales: pruebas,
investigaciones, tipos de delito, etcétera. En el mes de enero de 2012 se
publicó en la revista Nexos un artículo donde Joaquín Villalobos busca explicar
por un lado la violencia y por el otro las crecientes críticas a las decisiones
de Calderón en la materia, recurriendo a dos rasgos contradictorios del
“carácter nacional mexicano” o de la “cultura mexicana”: la aversión al
conflicto y la predisposición a la violencia.
Las explicaciones que reducen
esta crisis a un asunto de “carácter nacional” son obsoletas en términos
teóricos: hace años que la antropología ha argumentado que la cultura no es ni
un objeto, ni una variable independiente, ni una causa, sino un nivel de
análisis de fenómenos con explicaciones muy diversas que además se transforman
históricamente.
Pero lo más grave de este tipo de argumentos es que se ahorran
el debate que realmente hace falta suscitar: ¿qué decisiones hace falta tomar
para destrabar la atrofia del sistema judicial en México y garantizar a todos
—narcotraficantes o no— el derecho a una investigación competente?
Para decirlo
de otra forma: en este momento es crucial discutir algo tan simple como si los
ministerios públicos cuentan con suficientes computadoras y con investigadores
profesionales.
El debate absurdo sobre la naturaleza violenta de los mexicanos
lo podemos retomar el día que hayamos dado descanso a nuestros muertos.
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